Si alguien, por curioso, morboso u ocioso, quiere enterarse de la verdadera edad de una mujer, no necesita asomarse a su acta de nacimiento, basta con echarle un rápido vistazo al marido, y es que algunas sexodebiluchas (es un neologismo que se refiere al sexo débil) son medio distraídas y, se les olvida que los hombres con los que se casaron por todas las de la ley, tienen las mismas funciones vitales que cualquier ser humano, que aunque su íntimo deseo, es que sus espositos regresen a la etapa del póngido o mínimo que tomen la actitud de un inanimado sofá, esa fantasía jamás se les hará realidad y claro que tardan mucho tiempo en darse cuenta de ello, pero cuando se percatan de que no solamente sirven para vaciarles la cartera o saldar las cuentas de sus tarjetas AmEx, ya es demasiado tarde para detener la catástrofe.
Tal vez ustedes queridos lectores, que son más perspicaces que yo, se han fijado en que mientras la mujer luce preciosa y lo que le sigue, que su carita parece un botón de rosa fragante, que tiene los tersos ojos pegaditos a las cuencas, las pestañas tan largas como Minnie mouse, los labios rellenos de deseo sexual, el pelazo como para comercial de champú Pantene, el marido parece que un perro se lo llevó en el hocico y fue rescatado por un alma caritativa que se lo encontró todo enterregado en un basurero de Reservas Territoriales, pero eso no importaría tanto para detectar la edad de la mujer en cuestión, solamente que mientras el hombre está hecho un costal de sebo, con la papada que no parece papada, sino una mamá da consejos… que está abotagado como sapo y que los ojos que antes eran pizpiretos y enamoradores, se han convertido en un catálogo de insomnios, con las canas propia de la edad, y tan recuperadito de kilos, que las guayaberas parecen batitas de maternidad, la señora está esplendorosa como una Diosa.
Es cierto que los caballeros llevan otro estilo de vida y aunque hay algunos que son metro sexuales, la gran mayoría, no se dejan consentir por su cónyuge y no permiten que les embarren ni crema de las tres caritas, mucho menos mascarillas de pepino de León, Guanajuato, pero si las abnegadas esposas, lo hubieran pensado con suficiente tiempo, se habrían dado cuenta de qué, de nada les servirían tantas cirugías y cuidados precautorios, amén del dineral que se hubieran ahorrado, ya que de todas maneras, todo mundo, incluso yo, que no soy nada criticón ni chismoso, nos hubiéramos dado cuenta de que el hombre con el que unió su destino, se ve como de 70, así es que ella tiene también esa edad, y aunque se pinte el pelo de rubio cenizo claro caoba con destellos luminosos y tenga la carita restirada, los hombros redondos, las caderas rotundas, las piernas trepadas en zapatillas de quince centímetros, la verdad, es que los años no pasan de balde y lástima, porque nadie puede tapar el sol con un dedo, además, lo que algunas señoras no se dan cuenta es que todo es inútil, qué hagan lo que hagan, que así se tomen una pócima para volver a su primera juventud, que aunque se embarren con cremas de semen de ballena o se inyecten placenta de changa manca, como quiera nadie les devolverá el brillo a sus ojos, que ni siquiera el mejor cirujano plástico les restaurará su triste destino y que todavía no se inventa un método para poder cambiar de marido por uno joven, guapo y con dinero, a menos que el interfecto se muera para siempre, pero eso es tan improbable que suceda, que es más fácil que un camello entre en una jaulita del zoologichiquito vernáculo del pueblo, pero ni modo, hay veces que las conveniencias sociales, los intereses creados, los compromisos adquiridos, son más fuertes que la lógica y como alguna vez me dijo una amiga a la que quise tanto como ella a mi, “el dinero no hace la felicidad, la compra ya hecha”. Dios si perdona pero el tiempo no. Ya dije.
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