Una mujer bella nos beneficia a todos con su presencia y lo digo, porque hace unos días, un amigo de Reynosa me mandó un documento electrónico con fotografías de una actriz india cuyo nombre es un trabalenguas, y no me atrevo ni siquiera a transcribirlo, para evitarles, queridos lectores, un dolor de cabeza innecesario.
El mentado correo electrónico contiene 50 fotografías de todos los ángulos de dicha luminaria y tengo que ser muy sincero para explicar que la mujer es hermosa y lo que le sigue, comparada solamente con Angelina Jolie, que Salma Hayek, no que no sea guapa, claro que lo es, y si me atreviera a decir lo contrario, sería una aberración, pero en la cara angulosa de la veracruzana, hay una expresión detestable de cinismo, de suficiencia, de negación a que los míseros mortales la vean sin rendirle tributo a sus casi perfectos rasgos, es decir, que la admiren de a gratis.
La belleza perfecta no existe más que en la imaginación de los enamorados, ya que, en la mente de un amante, una mujer se transforma en una Diosa, aunque tenga acné, aliento de dragón o frente de jícama, y siempre he considerado, aunque me confieso neófito en el tema, que la conformación de la calavera, es la que le da la expresión a los rasgos, pero a lo que quiero llegar, sin demeritar a nadie, es que hay veces que, como en el caso de Salma, un destello casi inadvertido en el umbral de la mirada, suele ensuciar la hermosura.
Yo no soy de los admiradores eternos de María Félix pero nunca me atrevería a profanar la adoración que muchos hombres y, como dice, mi admirado Don Juan Pérez Ávila, hembros, sienten por La Doña, que si bien es cierto, es uno de los rostros más bellos del cine nacional, posee en su expresión, un mohín injurioso contra Dios y siempre he considerado que si no fuera por ese influjo de maldad ontológica que se percibe, tal vez, nadie habría admirado de tan entregada manera a la actriz, que luego, inteligente, cabrona y piruja, se inventaría a si misma para divertirse a costillas de los demás.
A mi me queda muy claro, que la preciosura de una mujer no estriba solamente en las sinuosidades de su cuerpo ni en la perfección de los rasgos, porque la estética de la belleza no puede ser estática y hay en la desenvoltura de los visajes o en el movimiento del aire a su alrededor, en la columna invisible que otorga el hálito de vida, es decir, en la apostura, que no es sino sólo una manera de estar, de permanecer ante ella misma o en frente de los demás, es un actitud de gallardía, de enfrentar la andanada de miradas admirativas del público espectador, sin evidentes afectaciones que se puedan mal interpretar.
En mi artículo que se publicó el martes 18 de mayo y que Mario Villarreal, talentoso edtor de Show, cabeceó de manera magistral, comenté que ningún cirujano plástico puede esculpir el alma ni cambiar el destino, y es que, en el pueblo, nació una mujer hermosa poseedora de matices refulgentes de personalidad cinematográfica, y ésta nunca caminó cucha, se percibía en ella, una belleza sobrenatural, era tal su magnetismo, que otorgaba la impresión de que en cualquier momento, se podía materializar su halo, como en esas chispitas de las varitas de las hadas madrinas que se ven en los cuentos mágicos de castillos encantados.
En ella, he podido constatar, que es verdad eso que siempre se ha dicho, que las mujeres nacen con un rostro y conforme pasa el tiempo, se les va tatuando, en los gestos, todo lo que se ha vivido, y poco a poco, mientras los años les dobla la espalda, les brota de entre la piel, una horrenda calavera.
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