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viernes, 14 de octubre de 2011

Carta para Adelfa


A 23 de Marzo de 2001 en Nuevo Laredo, Tamaulipas
 Para Adelfa (Juárez de Quintanilla).
 Pero ya no está. Su ausencia lo cubre todo. Intentarás recordar la sonrisa luminosa de su mirada, y no podrás, el dolor te ha anestesiado la esperanza.
Si pudiera explicarte, con las pocas palabras que tengo, la infinita tristeza que me ha embargado al enterarme de la muerte de tu papá. Sé, porque ya lo viví, que la inexplicable llega cuando menos se le espera. Uno, está tranquilo a la orilla del destino, y la sigilosa sombra se asoma para llenarnos de luto.
No quiero que esta carta sea una elegía, ni un réquiem, ni siquiera una balada triste para despedir a don Fernando, deseo que sea un abrazo que te arrope a ti y a toda tu familia.
Si tú te has quedado sola, sin él, él se ha quedado sin la dulzura de tu compañía. Imagino tu orfandad, de pronto volviste a ser niña, te llenaste de los aromas de infancia, de la suave ternura de sus blancas manos, de su persona que era un paisaje en sí mismo.
Era un hombre. Un verdadero hombre, quiero decir, de esos que ya no nacen, de esos que se dan una vez en la vida y luego se desvanecen en el umbral de la eternidad.
Era un hombre de trabajo, bondadoso, justo, honesto, generoso, daba a cada cual lo que a cada quien le correspondía. Uno puede decir que eran otros tiempos, que en su época así se vivía, que se regían bajo otros códigos, que eran días distintos, pero la verdad es que pertenecía a una generación fecunda de forjadores  de esfuerzo, de los que cimentaron  el horizonte en donde ahora se yergue el futuro de Nuevo Laredo.
Quevedo dice que nacer es empezar a morir. Todos los seres humanos tenemos una dosis de vida. La muerte es ineludible e inevitable, es santa perfumada que nos aligera la carga, nos alumbra el camino, nos conduce al limbo en donde moraremos por siempre.
Tu papá no se ha ido del todo, vive escondido  en tus ojos, en tus manos que recuerdan  sus manos, en el eco de sus fatigados pasos, en la secreta alegría que alimenta la esperanza de volver a ver otra vez a su princesa Adelfa.
Nunca te lo he dicho, pero lo que más he admirado de ti, es tu fuerza inquebrantable, la indómita fe que te mueve a ser hija de Dios, ese ánimo que se percibe en las cálidas ondulaciones de tu voz.
Perdóname por no haber estado en esos momentos de dolor, pero sabes que siempre estás  en mis oraciones.  Me conoces y puedes darte perfecta cuenta de que no soy un amigo de escenografía, ni cómplice de oreja, que aunque no esté, estoy allí, con las palabras que suelo decir cuando estoy contento, y es que presiento que la muerte de don Fernando ha sido motivo de una bulliciosa  fiesta de ángeles siderales para darle la bienvenida.
Cuando ocurrió yo estaba en la ciudad de México y nadie me llamó para avisarme, pero ahora que me he enterado me he llenado de asombro, y aunque no tengo porque asegurártelo, he pensado en ti, en tu aparente fragilidad, en esa magia que convocas con tu sola presencia, en que aun con tu pena, has sido regazo y refugio para toda tu familia, con esa elegancia de espíritu que solo los seres de privilegio como tú, pueden tener y sostener en esos instantes en los que hasta el agua parece estar envenenada.
Te envío, y a través de ti, a toda tu familia, por supuesto en primer lugar a tu mamá doña Adelfa, a tus hermanos, a quienes no conozco lo suficiente, pero que he aprendido a admirar y a apreciar por el gran cariño que tú sientes por todos ellos, un abrazo solidario por tan infausto suceso, deseando que el tiempo que todo lo cura, restañe las heridas y que ese dolor que ahora los lacera, se transforme en un manojo de nostalgias que perfume sus almas.

Con mí siempre inalterable afecto, tu amigo, Fernando Tovar Alonso.

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