Los panteones están desolados casi todo el año, pero hoy, mañana y a lo mejor lo que resta de la semana, seguramente se atiborrarán de gente, yo, como vivo a unas cuadras del cementerio municipal antiguo en donde reposan los sagrados restos mortales de la autora de mis días, voy muy seguido a saludarla, pero hay algunos que creen más en sus viditas –como si sirvieran para algo- que en los difuntos que se nos adelantaron en el viaje postrero, nunca se asoman a sus sepulcros a rezarles una oración por el eterno descanso de sus almas, mayor error no podrán cometer en su loco afán por vivir encerrados en sus reconcentrados egos, pero bueno, eso es asunto de cada quien, lo que si me queda claro, es que con la vara que uno mida así será medido, por qué quién nos dice que los muertos se van del todo, aunque parezca cosa de superchería, les aseguro, queridos lectores, que hay días en que puedo escuchar la voz de mi madre, ya sé que van a decir que estoy loco de al tiro, además, tampoco escribo mis anécdotas para que las tomen como si fueran decretos imperiales, lo hago solamente para hacerles saber lo que pienso a ese respecto.
Mamá adoraba a mi abuelo Pancho, no tanto así a mi abuela Elena, para ella, mi bisabuela Francisca, quien usurpando el sitio que le correspondía a la que la trajo al mundo, tal vez, por comodidad, o como ella lo decía, que doña Elena Castañeda Guevara se dedicó a ayudarle a los negocios a su esposo, para mantenerlos a todos, pues olvidó por completo su tarea primordial de educar a sus hijos, y mi sacrosanta jefecita, iba al panteón a tapizar de flores el promontorio de tierra al que delimitó con unas rejas, no digo, no, que nada más iba a rendirle tributo a su papá, al que siempre recordaba con imágenes tan maravillosas que lo hacían aparecer ante nuestros azorados ojos, como una especie de mítico héroe de mil batallas, tales relatos resultaban verdaderas novelas de aventuras, que de niños y luego de jóvenes, todos escuchábamos con arrebato onírico, y es que mi abuelo Pancho, al que no conocimos ninguno de sus nietos, era un hombre en toda la extensión de la palabra, trabajador incansable de sol a sol, mujeriego de oficio, honesto a prueba de arcas abiertas, a ese señor, al que nunca olvidó, mamá iba a dejarle sus lágrimas como una muestra de su tierno amor, cada día de muertos, claro que nunca le puso altar, esa costumbre chabacana no es propia de estos solares tamaulipecos, miente el que diga que son nuestras mexicanas tradiciones, al menos no de Nuevo Laredo, ahora han querido darle ese sesgo para que los nuevos paisanos, crean que si lo hacen, son más nacionalistas, además a quien quieren engañar con semejante bodrio, eso de poner los platillos predilectos de los muertitos es tan cursi que nadie cree que vengan los espíritus del más allá a comerse los guisos oreados durante toda la noche.
Hoy es día de todos los angelitos y mañana es día de los Fieles Difuntos, lo que nadie alcanza a entender, cómo es posible que nuestra santa madre iglesia católica, en sus épocas de esplendor y de poder, también se haya agenciado esa añeja tradición que a todas luces es una celebración prehispánica y nada más, porque los tiene muy litúrgicos, incluyó a los muertitos católicos en su santoral, es decir, que no a cualquiera, según la religión romana, se le podría rendir homenaje durante fecha tan señalada, en fin, ya se sabe que así se las gastaban antes, eran dueños de las almas, pero como actualmente, los señores de falda larga, no tienen injerencia en casi ningún asunto público de nuestra vida nacional, ahora sólo les queda quedarse mirando desde sus púlpitos, o algunos temerarios, en declaraciones televisadas para llamar la atención de su feligresía, todos podemos acudir tranquilamente a los camposantos a llevarles flores, rezos y veladoras a nuestros difuntos sagrados, espero que Gaucín se haya puesto a chambear y el panteón antiguo esté limpio de yerbas y animales ponzoñosos.
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