El Dr. Eligio Obeso Castro tiene muchos años en el oficio de devolver la vista a los ciegos que, como yo, no atisbamos a un metro de distancia sin los consabidos lentes, aunque he de confesar que mi debilidad visual es tal, que a la otra consulta con mi estimado amigo, de seguro me recetará un perro guía, claro que no voy a decir cuántos años tengo de conocerlo, si tampoco es cosa de hacerme el harakiri con la edad, además, los días son sólo contabilidad de calendarios, lo que realmente importa es el hecho de demostrar entusiasmo y vitalidad en cada acción emprendida, pero el tiempo no pasa en vano, si a unos que conocí en mi lejana juventud, ya forman parte del activo fijo de la funeraria Vázquez y son huéspedes mortilicios de Gaucín el administrador del panteón municipal antiguo.
No voy a decir la manera en que perdí mis lentes de contacto, pero fue tal la borrachera que me puse el fin de semana, que al día siguiente, precisamente el domingo, abrí mi estuche en donde se supone que los guardo para su preservación húmeda, y cuál sería mi desagradable sorpresa que no había nada en el recipiente, claro que monté en cólera (y eso que el caballo ni quería) porque dado que tengo muchos años en la práctica de ponérmelos y quitármelos, nunca dudé de mi habilidad de haberlo hecho correctamente, así que abrí una línea de investigación al interior de mi sacrosanto hogar, descarté a La Gorda, a Zimba y a Timón, que nunca entran a mi cuarto, a menos de que esté lloviendo, los tres son perros sumamente educados que tocan la puerta para anunciar su visita, y ni a quién más echarle la culpa, si todos se habían ido temprano a la calle, los demás estaban peor de perdido de ebrios que yo, ya repuesto de mi corajón, le avisé a mi hermana Ana, quien por cierto está muy bien de salud, luego del trasplante de riñón que le practicaron en la clínica 25 del IMSS de Monterrey, Nuevo León, y le dije que tendría que llevarme tomado de la mano al consultorio del Dr. Obeso, pues para no hacerles el cuento largo, ya saben que me encanta andar de chimiscolero, el viernes de la semana pasada me apersoné en la Óptica Central en donde despacha sus asuntos optométricos el infatigable egresado del Instituto Politécnico Nacional, con quien me une una entrañable gratitud, ya que desde el tiempo en que prestaba sus servicios en la Óptica Franklin, es el único que me ha colocado lentes de contacto, además, en una época infame en la que la mentada avanzada tecnología, era puro blof, o sea que no existían tales adelantos, sino que a fuerza de la mentirosa publicidad, obligaban a los ingenuos miopes a confiar en sus maravillosos pupilentes, a mí me tocó usarlos, porque no había otra alternativa, bueno si la había, pero eran los horrendos fondos de botella como los que usa mi hermano Víctor Manuel, lo peor no era que me calaran todo el día y que me dejaran los ojos como jícama con chile de agua, sino que tenía que lavarlos a diario con una solución viscosa y después con agua mineral, por suerte, ahora ni se siente que uno los trae puestos, con los años que han transcurrido y en la constante práctica de la optometría, el Dr. Eligio Obeso es un buenazo para desempeñar su chamba, ahora ya veo con claridad hasta las hormigas que pasan por mi escritorio y yo que llegue a su despacho agarrándome de las paredes para no dar el azotón, salí, luego de saludar a su guapa esposa, rumbo a la Guerrero para treparme al camión Arteaga González con rumbo a mi casa, por supuesto que iba loco de contento como El Jibarito aunque no llevaba más cargamento que mi renovada visión, que por cierto no me costó un solo centavo y como nobleza obliga, quiero agradecer públicamente a don Eligio por su generosidad sin litorales para este paupérrimo columnista, a la otra que vaya, ya me lo dijo su señora: “nunca nos visitas, nada más vienes cada cinco años”, prometo que le llevaré unos tamales de los que prepara mi tía Zenaida que los hace de venado con puerco y chile colorado, de perdido unas cuatro docenas para que los comparta con sus eficientes colaboradoras. Ya dije.
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