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viernes, 2 de abril de 2010

Sábado de Gloria

Yo, ustedes lo saben bien, queridos lectores, soy católico de rodilla pelona, rezo el rosario todos los días con todo y letanías, me sé de memoria varios pasajes de la biblia, conozco cada capítulo del evangelio y los nombres de los discípulos de Jesús, claro que como es natural, tengo a mi favorito, ese es Saulo de Tarso, a Pablo lo tengo en un altar espiritual, y es que a mi hermana Alma que goza de la presencia de El Señor, le encantaba la historia de su vida, gracias a ella, toda la familia aprendió a tener fe, nos refugiábamos en su regazo cuando nos rebasaba la desesperanza, ahora que ya no está entre nosotros, nos dejó de herencia su legado estoico de amor a la verdad, de infinita paciencia ante los problemas, de tener paz en la tormenta.
Saulo era de una familia adinerada, tenía la ciudadanía romana y amistades (quizás hasta parentesco) con algunos personajes influyentes de Jerusalén, se había criado en Tarso, una importante encrucijada de caminos de paso obligado para todo el que quisiera viajar entre Asia y Europa.
Había acudido a Jerusalén a aprender en la escuela del famoso Gamaliel cuando se vio sorprendido por las predicaciones de los nazoreos. Saulo no había llegado a conocer a Jesús, nada sabía de su ministerio ni de su muerte y resurrección. Tampoco conocía con detalle la historia reciente de Jerusalén. Pero lo que sí sabía era que esos nazoreos eran todo lo contrario de lo que él era.
Allí donde él era capaz de relacionarse por cuestiones económicas y hasta sociales con griegos, romanos y otros gentiles, los nazoreos abominaban cualquier tipo de relación con los incircuncisos. Allí donde Saulo era capaz de adaptarse a las costumbres de las gentes y ciudades que visitaba, los nazoreos eran intransigentes en sus costumbres, incapaces de perdonar la más ridícula de las transgresiones a la ley.
Saulo chocó de inmediato con los nazoreos hasta el punto en que llegaba a odiar el hecho de que se presentasen en el templo a predicar sus mentiras, y durante varias semanas acudió allí para rebatir sus patrañas mientras el odio en su interior iba creciendo.
Para no hacerles el cuento largo, asiduos fans, Pablo el pelirrojo se convirtió y de acérrimo enemigo se transformó en el más leal de los seguidores de la doctrina cristiana, tal vez por eso, mi hermana Alma se identificaba tanto con su vida, porque ella al jurar amor a su Creador, se erigió en una valerosa predicadora de su palabra, tanto así, que por rebelde amorosa, fue pastora con muchos dones, uno de los más evidentes, era su sinceridad al proclamarse redimida de sus pecados por la gracia de Dios.
A la hora de aceptar la voluntad divina, se abandonó a los brazos de Su Señor, con la certeza de que regresaría al lugar en donde había nacido, y aunque parezca mentira, como el santo Job, aceptó que ÉL nunca se equivoca. Al momento de partir, emergió del coma profundo en el que se encontraba postrada para despedirse de uno por uno de todos sus seres amados. Yo, que fui testigo de su muerte, doy fe de los hechos, lo juro por lo más sagrado que estando a un instante de entregarse al Eterno, con sonrisa fatigada desplegó una luz radiante para decir: “mamá, ahí está mi mamá”, abrió los brazos y en ese rapto, suspiró aliviada al saber, que todos los que la habíamos acompañado en su tránsito por esta vida fugaz, estábamos a la orilla del andén despidiéndola con la dolorosa nostalgia de entender que debíamos dejarla partir sin coreografías montadas, ni discursos fiambres con lágrimas de archivo.
Hay veces que quisiera que mi hermana estuviera aquí y cuando sucumbo a la tentación de extrañarla, de cuando en cuando, se asoma a través de la diáfana mirada de su hija Mariana para decirme cuanto me ama. Hoy es sábado de gloria, lo sé, pero también, es sábado de Alma.

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