Alma murió el 21 de Febrero del Año del Señor de 2005, pero
su larga agonía duró cien días, y la mía, aún no termina, en esa aciaga época,
yo, radicaba, acompañado de todas mis deficiencias y algunas exiguas virtudes, en
la Muy Noble y Muy Leal ciudad de México, mi hermana Ana Lilia, a la que, el Instituto
Mexicano del Seguro Social, en la bendita clínica 25 de especialidades renales
de Monterrey, Nuevo León, le trasplantó un riñón que la levantó a vivir, y a
sus seres queridos nos trasplantó un colectivo corazón, me habló por teléfono a
mi casa de Santa Fe, uno de los suburbios más exclusivos de la capital
mexicana, para darme la terrible noticia de que a mi hermana Almita le quedaban
pocos meses de vida, eran principios del mes de Octubre de 2004, lo juro por el
Dios de Israel, que no lo dudé ni un instante, al día siguiente me trepé al
primer avión que pasó por mi casa y en un par de horas Alma y yo, ya estábamos entrelazados
en el largo abrazo de una despedida prematura, disfruté cada día que pasé junto
a ella, todavía me acuerdo de su sonrisa flagelada por los dolores crecientes,
me tomaba de la mano para decirme: “gracias Fer por hacerme esta sopita de
fideos tan rica”, y yo, con la pena anudada en la garganta, no le contestaba
nada, y sorbo a sorbo, cucharada a cucharada, tomaba nada más un poco, el
cáncer hepático le quitaba el apetito, pero nunca le arrebató las ganas de
vivir, alrededor de su cama estábamos todos, como en un naufragio, unidos en un
cortejo triste, en fin, no quiero embarrarlos de melancolía, queridos lectores,
solamente que siendo día de muertos, pues, inevitablemente se me viene a la
mente mi hermanita cuando íbamos al panteón a dejarle flores a la santa autora
de nuestros días, dirán ustedes que es una locura, y a lo mejor tienen razón,
pero en esos primeros meses en que murió mamá, acudíamos todas las tardes a
llenarle de flores su tumba, y es que, no tenía lápida, solamente era un
sencillo promontorio de tierra, así que, nos íbamos Alma, Ana, Rocío, Marisol,
Paty y Nena para ponerle su jardincito, le rezábamos, platicábamos con la
difunta doña difunta, y así se nos iban las horas hasta que caía el sol,
después, de regreso a casa, nos metíamos a la cocina a preparar los guisos que
a mamá le gustaban y comíamos en santa paz, ese fue nuestro amoroso duelo a una
mujer que nos ofrendó toda su vida, por eso, ahora, en estos días de guardar,
en que, la gente va a ver a sus muertos, me alegro tanto de que estén llenos
los panteones, es verdad, lo que dice mi paisana Ana María Rabatté, que deben
darse en vida, hermano; todas las flores, todas las ternuras, todos los
cariños, pero estoy seguro que estando allí, nuestros muertos también deben
sentir nuestra presencia, todavía es tiempo de que si no han ido a ver sus muertitos,
se den una vuelta para comprar chucherías y además puedan estar un ratito con
sus seres amados, y recordando a mis difuntos sagrados, y para que se acuerden
de los suyos, les compartiré este poema del insigne escritor mexicano Ramón
López Velarde, que a mí, me gusta mucho, y a mi amiga Didi le encantaba. Descansen
en Paz.
“Fuensanta: dame todas las lágrimas del mar. Mis ojos están
secos y yo sufro unas inmensas ganas de llorar. Yo no sé si estoy triste por el
alma de mis fieles difuntos o porque nuestros mustios corazones nunca estarán
sobre la tierra juntos.
Hazme llorar, hermana, y la piedad cristiana de tu manto
inconsútil enjúgueme los llantos con que llore. el tiempo amargo de mi vida
inútil. Fuensanta: ¿tú conoces el mar? Dicen que es menos grande y menos hondo que
el pesar.
Yo no sé ni por qué quiero llorar: será tal vez por el pesar
que escondo, tal vez por mi infinita sed de amar.
Hermana: dame todas las lágrimas del mar...
No hay comentarios:
Publicar un comentario