Ámbar González Lomas entrevistada en su estudio ubicado en Paseo Colón, ha narrado durante una plática informal acerca de su trayectoria profesional, pero también respecto a su personal perspectiva de la vida.
“Soy optimista, he tratado de que los problemas no me afecten lo suficiente como para sentirme derrotada”, se refiere a que su desempeño en la práctica de la danza ha sido, en más de alguna ocasión, puesta a prueba por circunstancias adversas que ha sabido enfrentar con valentía.
“A Dios gracias he recuperado mi salud. Si me ha dejado alguna lección este padecimiento? ¡Claro! Me di cuenta de que la vida no se detiene. En mi familia todo transcurrió sin novedad. Las cosas se hicieron como yo lo hubiera hecho. Se dieron los pagos, la escuelas siguió su curso normal, con algunas variantes de horarios, con disminución de carga de trabajo, pero me di cuenta de que no era indispensable como yo creía”. Lo dice con una amplia sonrisa, además, agrega, que no tiene miedo al porvenir.
Nunca es tarde, menos cuando ha hecho un forzado alto en el camino, y se ha percatado de que si bien la danza ha sido parte de ella misma, como si fuera alguna función vital para sentirse plena, ha aprendido que de ahora en adelante será una nueva persona, que el trabajo, aunque le apasione tanto, se debe suministrar con dosis adecuadas para no provocar daños de salud.
Conversar con Ámbar, verla directamente a los ojos, que muestran un ligero, casi imperceptible, reflejo de las intervenciones a las cuales ha sido sometida para restablecer sus retinas desprendidas, es un privilegiado compendio de emocionados recuerdos.
“Empecé a dar clases en la sala comedor de mi casa de Perú 2317. Allí estuve dos o tres años, después me cambié a Lincoln y allí estuve tres o cuatro, luego, desde 1980, aquí, que era una especie de bodegón construida con lámina galvanizada”.
Todo le ha costado esfuerzo; nada ha sido gratuito, su estudio ha sido edificado ladrillo a ladrillo. Así ha sido desde hace muchos años, precisamente en 1969 cuando empezó a dar sus clases, después de haber llegado a Nuevo Laredo procedente de la ciudad de México en donde estudió en la Escuela de la Danza Mexicana de la Compañía Nacional de de Danza de Bellas Artes.
Ha recibido muchos premios, entre ellos, tal vez el más importante de todos, ha sido el cariño de sus alumnas: “Ahora que estuve en cama, me hablaba mucha gente para preguntar por mi salud. Saber que la gente me quiere, me da mucho gusto”.
Por supuesto que los premios palpables, existen, son reales, y están en su pequeña oficina; diplomas, reconocimientos a su trayectoria, a los diversos concursos a los que asiste durante todo el año.
Ha obtenido incontables preseas, trofeos por cientos, homenajes a su labor, halagos frecuentes por su tarea, que por ser tan fácil para ella, puede parecer a otros, a los que han observado su desarrollo, entre ellas sus alumnas, como algo muy natural, sin dificultades para realizarlo.
Ámbar, la profesora de danza que ha dedicado la mayor parte de su tiempo a enseñar a varias generaciones de niñitas neolaredenses, dice, sin menoscabo de su sensible presencia en esta ciudad que la ha adoptado como propia, sentirse realizada y contenta con su trabajo.
Una frase tan cotidiana, que desgastada por el uso, puede parecer, para cualquiera, un saludo sin importancia, pero para ella, que ha pasado de las sombras intermitentes a las luces de la visión nueva, es determinante, cuando les dice a sus alumnas: “¡Qué gusto me da verlas!”.
Se prepara todos los días para ser mejor maestra, no se pueden citar todos los cursos que ha tomado, en el D. F, en Guadalajara, en Monterrey, con maestros de todas partes del mundo.
Sabe de todas las nuevas corrientes de la danza, de lo que está de moda y tiene que aprenderlo para enseñarlo a sus niñas. “Ahora he aprendido el hip hop, y ya lo puse en el estudio y son ritmos impuestos al jazz, pero tienes que renovarte, estar al día”.
Yo lo sé, porque la conozco desde hace muchos años, puedo decirlo sin temor a equivocarme: la danza es su vida.
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