martes, 7 de junio de 2011
Insignias de Honor
Uno de esos días en los que me levanté de la cama con ánimo curioso, le pregunté a mi hermana Ana Lilia, por qué no borras las cicatrices que te quedaron de los catéteres cuando te hacían las diálisis, y ella me contestó: “son mis insignias de honor”, estuve a punto de arrodillarme para santiguarme ante su preciosa Majestad, pero me detuvo el pudor, lo que ustedes no saben, queridos lectores, es que, así como me ven de entrón pa’ todo, que no me callo nada, que no soy timorato, ni lambiscón, le tengo pánico a los hospitales y yo que soy devoto de la corte celestial completa, menos de las once mil vírgenes, porque siempre he considerado que la peor aberración sexual es la abstinencia, estoy plenamente convencido de que ha sido gracias a la protección de san Rafael arcángel, que según una amiga vidente, es el que me cuida desde el día en que nací, lo que ha impedido que jamás haya estado postrado en la cama de un sanatorio, y en cambio, mi valerosa hermana, ha sufrido casi todo el catálogo de padecimientos inscritos en la lista de enfermedades contemporáneas, y no sólo en su propia persona, sino que piadosa como siempre ha sido, le tocó batallar a cargo de mi madre, que no era una enferma facilita, y de eso, tienen constancia mis mejores amigos médicos, tiempo después también atendió a mi hermana Alma, que ya se los he contado en otra oportunidad, padeció, por largos meses, una espantosa agonía a causa de un corrosivo cáncer hepático, conste que nunca ha sido mi intención hacer de esta Guillotina una especie de álbum familiar, pero de quién demontres puedo hablar sino de mi propia parentela, además, en este caso, lo único que intento es dar testimonio fiel y exacto de lo que un carácter indoblegable puede lograr para alivio de los demás con su angelical presencia, sin embargo, esta columna no la estoy confeccionando para rendir un homenaje en vida a mi hermanita, que los halagos amorosos y los tiernos mimos, los recibe a diario de todos los privilegiados seres que bajo su amorosa vigilancia crecieron y ahora son adultos, bueno, algunos siguen siendo pequeñitos, porque a pesar de su enfermedad crónica, Ana jamás se opuso al ministerio que su buen Dios le impuso como mandato, al contrario, sin importarle que su diabetes iba minando poco a poco su resquebrajada salud, les prodigó excesivos cuidados sin quejarse ni un solo instante, ahora que ya está completamente restablecida de su trasplante, con los achaques propios de su nuevo riñón, regalo de su hermano Víctor Manuel, incansable sigue en su labor de matriarca, ya que sin serlo biológicamente, es madre y abuela de varias docenas, además es consejera, enfermera, policía, cocinera, nana y lo que a sus numerosos hijos putativos se les ocurra en cualquier momento, por eso, cuando me dijo que no se iba a borrar las cicatrices de sus heridas, se me agolpó el orgullo en el pecho, al percatarme de que esa mujer lleva mi misma sangre y que proviene del mismo regazo que yo, a mí, que me dan miedo las medicinas, que no me gusta sufrir por mí, pero mucho menos por alguien ajeno a mi pellejo, que no soy ejemplo de bondad, ni de valentía, ni de arrojo, que soy un punto en la nada, con esa declaración, me ungió de sobrecogedoras fuerzas y entendí que hay seres maravillosos que están más allá de los avatares, una vez más, caí atrapado en el asombro y del asombro a la admiración sin litorales por mi hermana Ana Lilia, a quien le auguro una vida llena de bendiciones, ya que ella es una bendición en sí misma, y en esta oportunidad, quiero decirle que no hay en el mundo alguien que comparársele pueda; ni las que se creen muy santas, ni las que se sienten pecadoras, ni cualquiera que deambule por el mundo esperando un milagro como si se lo mereciera, gracias a Ana, he entendido que para que los milagros ocurran hay que tener el valor de arrancárselos al cielo. Te amo, Ana, de aquí a la luna, de vuelta y de regreso.
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