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martes, 28 de junio de 2011

Didi Durán de Peña

Nunca le regalé a nadie la suscripción de algún periódico en el que hubiese colaborado, pero la noche de la inauguración del Museo Reyes Meza, entre una pintura y otra, detrás de un recoveco, me encontré con mi querida amiga, la inefable Didi Durán de Peña, nos abrazamos con el mismo cariño y la inalterable admiración que ambos nos profesábamos, iba acompañada por su inseparable esposo Virgilio, fue entonces cuando le comenté que estaba escribiendo para esta mi casa hecha de palabras, y desconsolada me advirtió… “ya tengo entrega de otro”, no le pregunté el nombre del otro, pero le prometí que enviaría el Líder todos los días a su casa, así que me puse de acuerdo con Martha Ibarra para que cada mes rebajara de mi cheque de honorarios, la cantidad estipulada por concepto del costo, y es que a Didi le gustaba leerme, conste que no le hacía muy feliz que publicara ofensas contra otras personas, siempre me estaba diciendo… “deberías escribir puras cosas bonitas”, yo me defendía como gato panza arriba diciéndole que eso no vendía periódicos, que para que leyeran poesía, le aconsejaba a las personas que compraran antologías de la época de oro del siglo español, aunque nunca estuvo de acuerdo con mi Guillotina en sus inicios, jamás criticó el hecho de que fuera chismoso, me reconvenía dulcemente cuando alguien le reclamaba a ella que fuese mi amiga, porque poniéndole acento a su defensa de mi causa personal, se erigía en adalid para salvaguardar mi reputación, gesto que me conmovía profundamente, ya que, siendo lo que siempre fue, una señora en toda la extensión de la palabra, tal como lo dice Rosario Castellanos en su poema autorretrato:“Yo soy una señora: tratamiento arduo de conseguir, en mi caso, y más útil para alternar con los demás que un título extendido a mi nombre en cualquier academia”, pues me provocaba un legítimo orgullo que me defendiera, a pesar de que en el fondo sensible de su corazón de artista, sabía que los demás tenían razón al despotricar en mi contra, pero ella y yo, nos entendíamos muy bien, tal vez, porque éramos cómplices de las vicisitudes metafísicas de nuestros parecidos destinos, ya que al mismo tiempo que mamá enfermaba, la suya, de nombre Mía, también languidecía por padecimientos afines a su altura espiritual, así que, cuando a doña Juanita mi madre, le daba el soponcio, de inmediato le marcaba a su casa para que me diera indicaciones de lo que debería de hacer, es cierto, a mi me consta, Didi era una estupenda hija, una admirable esposa y una amiga irremplazable; era uno de esos seres sin culpa; amorosa de las buenas lecturas, compasiva del prójimo, adoradora de las artes en todas sus expresiones, ella misma ejerció el noble oficio de la pintura, a mí, me regaló una acuarela de la cual obtuvo un premio en Estados Unidos, conservo, además, varias tarjetas de cumpleaños y de navidad pintadas con su puño y genio, tengo muchas fotos de grupo que tomaron los diferentes reporteros gráficos con los que trabajé en El Diario, tuve el privilegio de considerarla mi amiga, sé que ella me estimaba tanto o más de lo que yo lo hacía, a Didi le gustaban las flores, el hálito del viento y los atardeceres, era una excelente anfitriona, trataba a sus invitados con todo género de finuras, prodigaba en cada detalle la dosis exacta para hacer sentir bien a todos, de ella conservaré el mejor recuerdo, su presencia se enseñorea en mis poemas, cartas y cuentos, que le ofrecí como un manojito aromado de palabras durante los muchos años de amistad que nos prodigamos, hace unos días, Didi abandonó este tránsito terrenal para reunirse con su mamá, a la que tanto amó y a quien se entregó entera y completa al dedicarle toda una vida llena de atenciones y de ternuras. Ya no volveré a escuchar su voz llena de gracia y su risa llena de sal, de sol, de perfume y de cielo. Voy a extrañar a mi amiga Didi. Hoy canto una elegía en su honor.

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