Mi abuelo Pancho Alonso Valdivia, que tenia nombre de corrido, era un hombre de verdad, no de esos retazos que andan ahora entre la gente decente, y es que mi sacrosanto antepasado, de cuya raíz provengo, tenía en sus personalidad, matices de héroe medieval, rasgos genéticos de algún personaje homérico y el arrojo de mil hombres, no sé si les he platicado que dentro de sus andanzas fue capitán militar, tal vez dicha experiencia le sirvió para ser lo que siempre fue, uno de esos seres arrancados de la fantasiosa mitología norteña, aunque él nació en León de los Aldamas, Guanajuato, pero llegó a Nuevo Laredo a la edad de 20 años, luego de haberse robado a mi abuela Elena una preciosa niña de 13 años de edad que estudiaba de interna en un colegio de monjas en Saltillo, Coahuila la Atenas de México, ya estando en nuestro solar porteño, se dedicó a trabajar con ahínco, ese fue su credo particular, que el día lo atrapara en el evangelio del trabajo, desde que el sol amanecía hasta que pardeaba la tarde, andada en friega para llevar el chivo a su casa, no tenía un oficio en particular, pero se dedicó al comercio en general.
No lo conocí, que todavía no me daba por haber nacido, él murió en olor de santidad en el Año del Señor de 1952, pero mamá hablaba tanto de él, creo que desde que yo tenía cinco años, ya escuchaba las hazañas del viejo abuelo Pancho, por ejemplo, me enteré que doña Elena Castañeda Guevara de Alonso y su marido, nunca se tutearon, es decir, siempre usaron el don y el doña, claro que ese gesto tan caballeresco me hizo admirarlos tanto que hasta la fecha recuerdo su modo de amarse tan gentil que me llena de contento saber que el sentimiento noble que se tuvieron sirvió para que luego de varios intentos naciera este Ejecutor con rasgos arábigos, sonrisa amplia, pura quijada y oreja, la verdad es que no tuve el placer de conocerlos, pero doña Juanita se refería a sus padres como si estuvieran vivos, que francamente nunca me percaté de que ya no estaban entre nosotros.
Don Pancho era hombre de palabra, de esos que ya no hay; a él, le soltaban furgones de tomate de El Mante, las mejores fresas de Irapuato, los mejores aguacates de Michoacán, las naranjas más dulces de Montemorelos, y todo, gracias a su palabra, si, aunque a ustedes, queridos lectores, les parezca raro, esa era su moneda de cambio, su palabra, ya sé que a la generación nueva les será difícil entender eso de que en antaño, la palabra si valía, no es como ahora, que aunque se firme con tinta sangre del corazón, los documentos se los pasan por el arco del triunfo, y a veces por otra salva sea la parte, lo que pasa es que a lo largo de los tiempos, los seres humanos han cambiado no sólo de fisonomía, sino de mañas y de gustos, y es que en esos tiempos de mi abuelo, la palabra empeñada era sagrada, y el que no la cumplía, prefería darse un balazo en la cabeza que perder la honra, porque mejor volarse los sesos, que alguien, cualquiera que fuera, dijera que ése era un tal por cual, que no valía un cacahuate, y mi abuelo era un hombre que honraba su apellido, sólo por esa razón, puedo dar por sentado que el apelativo valía tanto o más que la corona de un reino, al menos para esos hombres de esa época que ya se fue para siempre, porque ahora los apellidos son menos que nada, igual los Ibargüengoitia que los Rivadeneyra o los Corcuera, todos son iguales, se venden al mejor postor sin ningún rubor, hacen del honor letra de cambio, o lo que es peor, dejan que pedro ramos los pisotee o juan rodríguez los ningunee por unos cuantos pesos, y a veces por nada, o quizás por la promesa de una mejor vida que nunca llegará, ocurre siempre con lo de las campañas políticas que todos entran a trabajarle como burros sin devengar ningún sueldo y se ponen de tapete o de florero, dependiendo del uso que les quieran dar, pero a la mera hora, les hacen la britneyseñal y se quedan con una mano adelante y otra atrás, aunque algunos se quitan la mano de atrás y ganan mucho más. Ya dije.
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