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miércoles, 15 de diciembre de 2010

Pídele al tiempo que vuelva

Mi niñez fue de lo más sencilla que ustedes se puedan imaginar, en ese entonces, no había computadoras ni internet, así que los juegos eran al aire libre, yo, como mi mamá nunca me compró juguetes, me dediqué a pensar y pensar, una de las grandes dudas existenciales a mis cuatro años era quién era yo y qué hacía entre tanta gente ajena a mí, nunca, y lo digo con toda la fuerza de mi sinceridad, fui un huerco tonto, desde mis primeros años de infancia, tuve la fortuita capacidad de ejercer el ingenio como un motor de ayuda para sobrevivir entre tanto pendejo que me rodeaba, andando el tiempo, me di cuenta de que mi forma de ser, no era normal, que a güevo tenía que tratarse de un gravísimo error de Dios, no digo, no, que lo pasara mal, pero siempre tuve la idea de que mi afán por leer más y más, no era natural, lo malo es que no tenía acceso a demasiados libros, ya que, aunque ahora tenga tipo de príncipe de los Emiratos Árabes, mi origen es pobre, también es cierto que jamás, ni a mis hermanos ni a mí, nos faltó casa, comida y sustento, y es que, a pesar de que era demasiada la carga sobre sus hombros, a papá, que siempre ha sido muy chambeador, nunca se le agotaron las ganas para proveernos de todo lo necesario, es verdad que nunca tuvimos lujos, de hecho, ni siquiera suficientes comodidades, vivíamos en una decorosa medianía producto del denodado esfuerzo de mi progenitor, quien nos educó con el ejemplo, claro que algunos no entendimos, y como dijo don Teofilito, ni entenderemos, el mensaje que nos otorgaba, en mi afán por acercarme a las letras, entré a trabajar con don Carlos Enríquez, chilango buena gente, con ojos de ficha doblada, que me dio cobijo en la Imprenta Galindo, que estaba a tiro a piedra de mi dulce hogar, a esa temprana edad, me dediqué a levantar tipografía de todas las distintas variedades, a mis doce años aprendí mi segundo oficio, ya que como es natural, el primero fue el de panadero, aunque nunca fui bueno como mi jefe, mis inclinaciones eran otras, al lado del impresor aprendí a amar las letras de una por una, puesto que tenía que levantarlas de los casilleros y pararlas para formar cada palabra, para mí, ese fue el descubrimiento más grande de mi vida, era como si Gutenberg el inventor, se hubiera apersonado entre las máquinas, en el principio era el verbo, es decir, las palabras como dadoras de vida, tal vez por ello, por todo lo que he vivido, por esas experiencias tan ricas, soy lo que soy, un amoroso itinerante de las buenas lecturas, en fin, y saben, asiduos fans, que fue lo que me trasladó hasta esa etapa de mi vida, el haberme encontrado, como en uno de esos accidentes de película en Blanco y Negro, un librito raro empastado en hojas de cartulina, impreso de modo rústico en mi primera chamba, y en el que puedo volver a leer, el primer poema que leí en mi peculiar existencia, de Carlos Pellicer, tabasqueño grandioso, monumental bardo, que aquí transcribo:
En el silencio de la casa, tú, y en mi voz la presencia de tu nombre besado entre la nube de la ausencia manzana aérea de las soledades. Todo a puertas cerradas, la quietud de esperarte es vanguardia de heroísmo, vigilando el ejército de abrazos y el gran plan de la dicha.
Yo no sé caminar sino hacia ti, por el camino suave de mirarte poner mis labios junto a mis preguntas -sencilla, eterna flor de preguntarte- y escucharte así en mí ¡y a sangre y fuego rechazar, luminoso, las penumbras...!
Manzana aérea de las soledades, bocado silencioso de la ausencia, palabra en viaje, ropa del invierno que hará la desnudez de las praderas. Tú en el silencio de la casa. Yo en tus labios de ausencia, aquí tan cerca que entre los dos la ronda de palabras se funde en la mejor que da el poema. P.D: Ya huele a Navidad.

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