Guadalupe Teresa Amor Schmidtlein, es el verdadero nombre de Pita Amor, la undécima musa mexicana, claro que, no es, ni por tantito, comparable a la excelsitud poética de la décima musa, sor Juana Inés de la Cruz, que esa criolla nacida en Nepantla, Estado de México, al nacer rompió su molde, pero a la bella aristócrata venida a menos, le encantaba el mito y el mitote, así que teniendo el título nobiliario social, aunque le faltaba el dinero, pero le sobraba la belleza, pues se dedicó a pasear su deslumbrante presencia por los corrillos más importantes de la capital mexicana, es decir, era parte importante de los cogollitos de la crema y nata de la intelectualidad; entre sus amigos más allegados se pueden mencionar a Diego Rivera, Frida Kahlo, Justino Fernández, Alfonso Reyes, Carlos Pellicer, Edmundo O’Gorman, Archibaldo Burns, Juan Soriano, Ruth y Lupe Marín, Raúl Anguiano, Fernando Benítez y a esa lista añádanles todos los demás que quieran, porque esta mujer era tan hermosa, que nadie, ni hombres, ni hembras, ni quimeras podían resistirse a su encanto.
Pita Amor, a los 20 años, edad en la que las actuales pirujillas artistas, están drogándose en los antros, tratando de conseguir un papelito en las telenovelas, ya andaba codeándose entre las grandes inteligencias del país, ésta, no se quedaba conforme como las dizque luminarias, con los libritos de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, no digo, no, que fuera una lumbrera, pero por lo menos, tenía el afán de abrevar en los buenos textos para generar ideas, claro que no lo necesitaba, ya se sabe, que una belleza de su tipo, lo único que requería era presentarse con la subyugante magia de su personalidad para convertirse en el epicentro de las miradas de cualquier sitio en el que se desenvolviera.
Un día, alguien le preguntó, con afán notorio de contrapuntearla con La Doña: “¿Es verdad, Pita, que usted le tiene envidia a María Félix? Se le quedó viendo fijamente, con lumbre en los ojos, alzando los brazos en monumental paréntesis, le gritó: “!Cómo le va a tener envidia el mar a un pinche charco de agua!”.
Todos sus poemas son como era ella; torbellinos metafísicos, atropellados vocablos, siempre en primera persona, desencadenados en voraginosas angustias oníricas, de melancolías interminables, excéntricos desde el ego de su autora, con ese afán patético de no querer morirse nunca, de no envejecer jamás, y es que para una mujer tan hermosa en su envoltura, asomarse al espejo decrépito en el que se convirtió, ha de haber sido un impacto tan terrible que por eso se volvió loca, o peor aún, fingió esa demencia para no tener que carearse con la apabullante realidad que la agobiaba, ya no existía la posibilidad de envolverse en su abrigo de mink, sin otra prenda debajo de esa piel que la cubriera.
En uno de esos desfasados soliloquios que la identificaban, Pita Amor, la genial poetisa que a fuerza de interpretarse así misma, se convirtió en la protagonista principal de su propia historia, se puede leer lo siguiente: “Shakespeare me llamó genial, Lope de Vega infinita, Calderón, bruja maldita y Fray Luis la episcopal; Quevedo, grande inmortal y Góngora la contrita. Sor Juana, monja inaudita y Bécquer La Mayoral. Rubén Darío, la hemorragia; la hechicera de la magia. Machado, la alucinante. Villaurrutia, enajenante, García Lorca, la grandiosa. ¡Y yo… me llamo Diosa!”
Y en su poesía LETANÍA DE MIS DEFECTOS, hace un retrato hablado de su persona: “Soy vanidosa, déspota, blasfema; soberbia, altiva, ingrata, desdeñosa; pero conservo aún la tez de rosa. La lumbre del infierno a mí me quema. Es de cristal cortado mi sistema. Soy ególatra, fría, tumultuosa. Me quiebro como frágil mariposa. Yo misma he construido mi anatema. Soy perversa, malvada, vengativa. Es prestada mi sangre y fugitiva. Mis pensamientos son muy taciturnos. Mis sueños de pecado son nocturnos. Soy histérica, loca, desquiciada; pero a la eternidad ya sentenciada”.
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