Yo tenía seis años cuando “maté” a mamá por primera vez, no quería que estuviera junto a mí en mi primer día de clases, me consideraba lo suficientemente fuerte para enfrentar los desafíos que la nueva vida me traería. Pocas semanas después descubrí aliviado que ella aún estaba allí; lista para defenderme de los compañeros agresivos que me amenazaban, y para auxiliarme frente a las dificultades de mis primeras cuentas.
A los 14 años, la “maté” nuevamente, no la quería imponiéndome reglas o límites, ni que me impidiera vivir la plenitud de los vuelos juveniles, pero enseguida, con la primera borrachera, felizmente la redescubrí viva, fue cuando ella no sólo me curó de la cruda, sino que también impidió la vergonzosa madriza que recibiría de mi padre.
A los 18 años, pensé que “mataría” a mi madre definitivamente, sin ninguna oportunidad para la resurrección. Había entrado a la facultad, me había mudado a la capital, hacía política estudiantil, actividades en que la presencia materna no cabía en ninguna hipótesis; ingenuo engaño: cuando me descubrí confundido sobre qué rumbo seguir, volví a la casa materna, único espacio posible de guarida y comprensión.
A los 23 años me di cuenta de que la muerte materna era posible, sólo requería lentitud y… paciencia. Fue cuando me casé, planté la bandera de la independencia y seguí el viaje, pero bastó ver nacer a mi primera hija, para descubrir que ese ser llamado madre se transformaría en un espécimen aún más vigoroso llamado abuela.
Para quien aún no ha vivido la experiencia, abuela significa ser madre en dosis doble. A pesar de todo, continué creyendo en la tesis de la muerte lenta y demorada, y poco a poco me fui sintiendo más distante y autónomo, aún cuando a intervalos regulares ella reaparecía en mi vida desempeñando papeles importantes y únicos; papeles que solamente ella podría protagonizar, pero al final de esa historia de lo que siempre imaginé, fue ella quien la definió, cuando menos lo esperaba. Ella decidió morir.
Así sin más ni menos. Sin pedir permiso. Sin hora marcada u ocasión para la despedida. Ella simplemente se fue, dejando la lección: las madres son para siempre. Al contrario de lo que siempre imaginé, son ellas quienes deciden cuánto esta eternidad puede durar en la vida, y cuánto queda relegado para el etéreo terreno de la nostalgia.
No sé, si la vida es muy corta o demasiado larga para nosotros, sólo sé que debemos demostrar nuestro amor a las personas mientras ellas están por aquí. Es por eso que tenemos que amarlas siempre y no matarlas en vida. Nunca sabremos cuando ellas van a querer partir. El vacío que queda, no conseguiremos llenarlo nunca. Para quien aún la tiene a su lado; mi mejor consejo es que la amen entrañablemente. Abrácenla siempre. Y para quienes ya no la tienen guarden sus recuerdos en el más precioso de los baúles. Donde quiera que ella esté, deben saber que siempre va a entender el mensaje. Va llorar cuando lloren. Va a sonreír cuando sonrían. Va a velar por su sueño, como lo hacía cuando eran niños. No esperen a su partida para darle amor. Un día van a descubrir que tal vez la persona que más los amo en la vida fue ella. Incondicionalmente desde que vieron la luz prmera. Si ella está su lado, denle muchos besos y miles de abrazos y díganle lo que ella siempre ha querido oír. Mamá yo te amo, gracias por existir. Y si ella no está a su lado. Cierren los ojos y hagan una oración por ella, agradeciendo a Dios por la vida y también diciéndole que la aman. En memoria de mi adorada madre quien nació un día como hoy en El Año del Señor de 1936. Te amo mamá. Gracias por haber existido.
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