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lunes, 26 de octubre de 2009

Amores furtivos

Los amores corruptos, esos que se dan una sola vez en la vida, como si fueran flores perennes en manos de un niño idiota, son, por patéticos, dignos de compasión, es que amar irrefrenablemente, desmedidamente a alguien que no siente lo mismo, es querer asomarse al espejo para encontrar un fantasma de agua y no crean, queridos lectores, que intento hacer poesía, líbreme Jiová Dios de semejante sacrilegio, lo que ocurre es que leyendo a Rosario Castellanos, ésa, la que murió de amor enchufada a una lámpara, porque dicen los que han seguido su vida de cerca, los que han estudiado cada punto y cada coma de sus textos, que su apasionada entrega por Ricardo Guerra la llevó al punto del suicidio, pero es un enigma que jamás se dilucidará, lo que es verdad, es que la poeta estaba loca de amor, enferma de amor, estigmatizada por el amor.
En el pueblo globero, ha habido mujeres de todo, desde muy decentes hasta muy indecentes, pero en lo que se ha destacado este solar porteño (me encanta como se escucha eso de porteño) es en la generación de ese tipo de damas entregadas, unas que como las pizzas se entregan a todos o cualquiera en menos de veinte minutos, pero otras que viven en las sombras en un pálpito de apasionado rapto, como esa mujer tan hermosa en todos sentidos, y si digo que era una especie de Miss Universo me quedaría corto, era más bien, una reina coronada de la belleza, lo malo es que se enamoró hasta el tuétano de un hombre que nunca le quiso corresponder, algunos dicen que al tipo le encantaba sentarse en una silla con la patas pa’rriba, pero otros aseguran que era un señor casado más bien de regular tipo físico, como uno de esos galanes engominados de la época de oro del cine yucateco, la distinguida dama tuvo varios hijos del caballero, naturalmente que fuera del matrimonio, pero no crean queridos lectores, que ella se amargó por el hecho de ser la otra, no digo que brincaba de dicha por tener que permanecer en la ilegalidad conyugal, pero nunca se le veía enojada, incluso su vida fue de lo más tranquila, tal vez porque pertenecía a una familia adinerada que los integrantes de nuestra ampulosa sociedad fronteriza nunca se atrevieron a hacerle el feo, ni a ella, pero mucho menos a sus hijos; ni en las escuelas, ni en las fiestas, ni en los clubes, la dejaron entrar a todos lados con gafete “ol akses”, yo la conocí de cerca, nunca fue mi gran amiga, pero de repente me mandaba chismes muy buenos acerca de sus conocidos y hasta de su propia familia, llegué a visitar su casa que se quedó como estacionada en una época, parecía la hoja de un almanaque de “Tapizados Monterrey”.
Hoy me acordé de la historia de la mujer paisana que amó sin remedio a ese hombre casado, porque me empujó por esos vericuetos, la excelsa, ésa si maravillosa poetisa y escritora, Rosario Castellanos que mal vivió un amor desesperado por Ricardo Guerra, de cuya historia me ocuparé otro día, ahora presento sólo unas pinceladas para darle marco al relato de una de las amorosas locas más vibrantes del globero pueblo, un día si Dios me da vida y salud, escribiré una novela con ese tema central y la figura principalísima de esta beldad (me gusta esa palabra que casi no uso), que estoy seguro, bajo mi pluma, podrá volver a la vida, pero no para reivindicarse con nadie, si ella fue feliz sin culpas, además, no fue ni la primera ni será la última, a manera de preludio, terminaré con una frase de Rosario Castellanos, que a sabiendas que no era correspondida en su patético amor, escribió: “Si te digo que fui feliz, no es cierto. No creas lo que yo creo cuando me engaño”. P. D: Esta semana la dedicaré íntegra a asomarme a las vidas de “las otras”, unas del pasado, otras del presente. Espero que me acompañen en esta última semana de octubre y si tienen una fiesta de “jalouin” por favor invítenme, que quiero ir para espantarme con los mostros y las feas que no requieren máscaras. Ya dije.

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