Mi tía Mague tenía en su modo de ser, una extraña combinación de alegría y tristeza, era su sonrisa como uno de esos frutos madurados por el sol, poseía un especial sentido del humor, soltaba una frase en apariencia desmayada, que de pronto, se transformaba en una luminosa anécdota que causaba gracia por la naturalidad con la que la expresaba.
Nunca vistió ropajes lujosos, su sencilla dignidad la colocaban por encima de cualquier persona que yo hubiera conocido jamás, tenía en su mirada una desconocida tristeza, velo de nostalgia que la cubría a causa de una desdicha, y es que, durante un aciago diez de Mayo, le llegó la tragedia incubada en una desgarradora noticia, su hijo Jesús Antonio, a quien de cariño le decíamos Rorro, camino a la carretera, sufrió un accidente que a él le quitó la vida y a mi hermosa tía, las ganas de vivir, sin embargo, dada su fortaleza de carácter, su fe infinita y la confianza en el porvenir, soportó con entereza tan dura prueba, aunque en su interior le quedó un hueco donde antes estaba el corazón.
Recuerdo mi infancia, con mamá y todos mis hermanos, de visita en su casa, nos pasábamos las tardes, ondulando conversaciones en las mecedoras, corriendo en el patio o en la calle, mientras las señoras, echaban tortillas de harina al comal y en las vasijas ardían guisos sencillos para compartir a la mesa, mi tía Mague entre serpentinas de chistes, nos hacía la vida llevadera, y en su regazo de ternuras, sus hijos y sus sobrinos, nos acurrucábamos para recibir su protección matriarcal, han pasado muchos años, de hecho ya nada queda de los mayores, mi abuela Belem, una viejita preciosa, que parecía arrancada de un almanaque, murió en paz consolada por mi tía Mague en sus últimos días, de los demás parientes, unos se fueron a Estados Unidos, otros, siguen por aquí en los rumbos, pero el implacable tiempo, ese que no perdona nunca, ha hecho estragos en todos, los niños de antaño, ahora somos señores afianzados en el futuro, con la tarea de ver crecer a los hijos, sobrinos y nietos que nos sucederán.
Mi tía Mague murió hace varios años y para celebrar su llegada al cielo, ahí estábamos todos sus seres queridos, su funeral fue un evento triste, que nos llenó de luto, yo me la pasé siempre a su lado, escuchando entre las bancas, los murmullos de la gente, las oraciones, los chisporroteos de las velas, las fragancias de las flores en el altar que colocaron para rendir tributo a tan hermoso ser, que nunca se doblegó ante ninguna adversidad, que supo entender la fuente de la vida, que jamás se quejó por nimiedades, que esperó paciente el desarrollo de los acontecimientos de su venturoso destino.
Hace unos días vino de visita mi primo hermano Poncho, y todos los recuerdos se agolparon de pronto, estuvimos contentos, compartiendo y departiendo, yo, medio ebrio, con la estrella encendida de la noche, y enredada entre la plática, ahí estaba mi tía Mague, en medio de nosotros.
Estoy seguro de que nadie se muere del todo, mi tía Mague sigue viviendo en nuestros sueños y latiendo en nuestra sangre, hay veces que la puedo ver; está en todos lados, en la sonrisa de un niño, en una puesta de sol, en la lluvia que danza, en el golpe de la noche, en el resplandor del silencio, y su risa, canta entre los árboles, como una muestra de que nunca se ha ido y de que vivirá para siempre entre nosotros.
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