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miércoles, 17 de noviembre de 2010

Premio a la Comida Mexicana

Hay algunos que, por tontos, creen que cuando José Vasconcelos acuñó la desdeñosa frase: “La civilización termina donde empieza la carne asada” se refería a que los norteños éramos punto menos que analfabetas, trogloditas y changos parados, en realidad, “El Apóstol de la Educación” nunca lo expresó para ofender a esta vasta región, sino que se refería a Plutarco Elías Calles y a Álvaro Obregón que oriundos de Sonora, se tomaron al país por su cuenta y eran amos y señores de todo cuanto respiraba en este convulsionado país de principios del siglo 20.
Nuestros sencillos platillos norteños, sin tantos aliños de especias, ni salsas mamonas, es, ahora, como toda la amplia gama gastronómica mexicana, patrimonio inmaterial de la humanidad según una declaración de la Unesco, pero que me perdonen los muy señorones que otorgan estos rimbombantes títulos nobiliarios, nuestra comida no necesita de blasones para ser lo que es, una maravilla por sí misma, con sus sugerentes combinaciones de chiles y la maravilla del maíz que es de donde provienen nuestras raíces culinarias, faltaba más, faltaba menos, además, por si fuera poco, hemos regalado al mundo productos que los colonizadores se llevaron luego a Europa, pero tampoco se trata de dar una receta de cocina, ni de andar como el barón de Humboldt rastreando animales y plantas, lo que pretendo con esta columna, es dar honra a los cocineros mexicanos que de generación en generación han logrado, no tan solo que nuestra cultura del buen comer y el mejor beber, no se pierda, sino que con su ingenio y trabajo diario lo han enriquecido a tal grado que, lo que hace muchos lustros era una salsita sabrosilla como el mole, ahora es una delicia gourmet reconocida a nivel planetario.
Mamá tenía las manos de sabrosura, era una experta cocinera, todo lo que guisaba le salía bien, pero no tenía grandes pretensiones de esas viejas de alto pedorraje quesque toman clases de cocinas internacionales para deslumbrar a sus viejos baquetones norteños, si ya se sabe que los nativos de este solar árido, no comen otra cosa que a lo que están acostumbrados, es decir, carnita en el comal, frijolitos refritos, tortillas de harina y huevito con chorizo, o sea, y hay algunas damas de doble copete que se echan todo el curso para andar batiendo menjurjes, además inútilmente, ya que no hay posibilidad alguna que les cambien los gustos a toda su familia, porque ni modo que digan a la tribu, ahora les haré caracoles o pato, no digo, no, que se los van a tirar en la cara, pero nadie se los va a comer, incluso, los grandes restaurantes del pueblo, que si los hay, pocos, pero si existen, han entendido que si quieren filtrar platos exóticos para nuestros rústicos paladares, simplemente o se los comen ellos o los tiran a la basura, y es que, no es por andar de quisquilloso, pero yo prefiero comer cabrito en El Rincón del Viejo, (que por cierto me ha comentado mi cuñado Elías que lo han cerrado inexplicablemente), que andar en las tan asquerosas comidas chinas o en los frugales restaurantes japoneses que ofrecen chingaderitas de puro arroz que te llenan una muela pero te destapan la otra, claro que ambas son muy ricas, pero no es lo nuestro, no es a lo que estamos acostumbrados, en fin, que me alegro del galardón de nuestra comida mexicana, que dicho sea de paso, en cada región la hacen distinta, por ejemplo, mamá hacía un mole muy rico, pero lo enriquecía con sus inventos, o su delicioso puchero muy a lo Juanita, al que le añadía membrillo o los tamales de cabeza de puerco con venado y chile colorado, o sus postres de cazuela, y no les quiero presumir la capirotada que aquí en el pueblo globero no he probado, y a como van las cosas, considero que nunca volveré a comerlo tan lleno de suculencias y aromas. Felicidades, pues, que de esa condecoración nos toca a todos un poco; unos que los disfrutamos y los otros que los preparan. Y a darle que es mole de olla. Ya dije.

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