El día de muertos es una fiesta tan popular que el panteón municipal antiguo que siempre está solo, es más, a veces no está ni Gaucín en su oficina, el dos de noviembre no se podía ni caminar por las cada vez más estrechas avenidas, la verdad es que había un gentío como jamás había visto en mi repapalotera vida, lo que más gusto me dio es que andaban muchos niños y jovencitos, eso significa que los adultos de sus respectivas familias les están sembrando esa tradición, claro que no soy necrofilico, que no sé ni lo que quiere decir, pero se oye muy acá, pero me agrada el hecho de que las nuevas generaciones se estén encariñando con las idas al camposanto, claro que no guardan ningún respeto, ái andaban unos huercos mondados que andaban corriendo entre las tumbas como si el cementerio fuera pista de carreras, pero esos eran los menos, los otros chamacos andaban acarreando agua a sus mamás para limpiar las lápidas.
Yo fui de entrada por salida y es que todo el año me la paso visitando a mi amá, no sé si les he comentado que mi sacrosanta jefa era una generala, de esas que no admitía réplica de nada, nos gobernaba con la pura mirada, eso sí, era bien mal hablada, tenía manos de sabrosura y era poco cariñosa, creo que su modo de decirnos que nos quería era con la comida, extraño esos olores en mi casa, es que ustedes no se los pueden imaginar queridos lectores, guisaba varios platillos en un rato, era bien chambeadora, las únicas que heredaron su sazón fueron mi hermana Ana Lilia y mi sobrina Marisol, claro que no aprendieron todos los secretos, porque nunca cocinaron, doña Juanita nunca dejó que nadie se acercara a sus cazuelas que hervían de puro gusto al contacto con sus manos.
En esa misma tumba, están mis dos queridísimos hermanos; Alma y César, que murieron antes de tiempo, Alma de un cáncer corrosivo al hígado y César aquejado de la diabetes que fue minando su organismo hasta que vencido se dejó morir de puro dolor, a ambos los extraño, bueno, no tanto, ya que en este hogar que los vio nacer y crecer, se les recuerda a diario, cada uno tiene su propia historia, Alma era una mujer fuerte, de fe terca y ciega, con un carácter a prueba de todas las vicisitudes y César era una fiesta permanente, sarcástico y burlón, socarrón y tierno, tenía tantos amigos que hay veces, luego de nueve años de su sensible fallecimiento, viene gente extraña a preguntar por su paradero y cuando les decimos que ya murió, se echan a llorar desconsoladamente, huérfanos de su afecto y protección, así era mi carnalito, puro corazón, lo único es que tenía el genio medio atravesado, pero sus conocidos lo disculpaban a sabiendas de que la enfermedad le provocaba esos altibajos emocionales, aún así, lo amaban tal como era.
Mis difuntos sagrados son tan entrañables, que su recuerdo sigue vivo entre nosotros, por cierto qué les pareció el texto de Mauricio González de la Garza, verdad que es una chulada, tanto por su impecable factura de palabras bien hilvanadas como por su mensaje consolador, me acuerdo que cuando vinieron sus parientes de México a traer sus cenizas para colocarlas al lado de su mamá, yo estuve presente, y es que al presentir su muerte, me habló por teléfono para decirme que yo sería el único que podría estar en ese instante doloroso y emotivo, y así fue, claro que las autoridades pueblerinas de aquella época, acudieron para darle el adiós para siempre al hombre que le dio lustre a Nuevo Laredo, por su preclara inteligencia y sabiduría.
Durante mi visita al panteón leí un epitafio tan poético que, antes de finalizar esta columna, quiero compartirlo con ustedes, queridos lectores, claro que si les sirve de inspiración, no se repriman y úsenlo cuando se llegue el infausto momento: “Aquí descansa mi suegra y en la casa descansamos todos”. El día de muertos lo disfruté mucho y siempre me sirve para recordar que somos polvo que un día alevantará el viento para jugar a los remolinos.
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