En el programa radiofónico “Espacio Alternativo” que conduce Héctor Romero Lecanda y que pasa al aire todas las mañanas de los domingos, escuché, casi por accidente, una voz profunda impregnada de matices norteños, se trataba de Fela Fábregas, viuda del actor Manolo, hijo de la eximia actriz Virginia Fábregas que solamente le heredó el apellido, y precisamente de “La Güera” Salinas, en una columna anterior, comenté que nació en esta ciudad y vivió con su familia en una modesta casita que les alquilaba don Erasto Treviño, personaje como de película de Juan Orol, por supuesto que no conocí a ninguno de los dos, porque todavía no me daba por haber nacido, corrían los años 40, pero de manera tan lenta, que el tiempo no me echó el lazo hasta veintintantos años después.
Mi mamá se llamaba Juana, como reina de España, y no porque sea mi sacrosanta jefecita, o a lo mejor si, pero era una mujer bellísima, de ojos zarcos, morena de caderas rotundas y armoniosos andares, tenía una belleza tal que literalmente paraba el tráfico, creo que si Salomón la hubiera conocido, sus cantares habrían sido más bellos de los que son, y eso es mucho decir, ya que lo que el sabio describe en sus textos son rasgos metafísicos de una mítica mujer que nadie ha visto pero en la que todos sueñan... “soy morena, pero hermosa, hijas de jerusalén, como los campamentos de Quedar, como las carpas de Salmá”.
Mi abuelo Pancho Alonso que tiene nombre de caballero andante y era de curtido carácter, por cuyo ejemplo digno han sobrevivido varias generaciones de su sangre, era dueño de una frutería que vendía un poco de todo, ya se sabe, como una tiendita de raya, pero sin hacienda y sin hacendado, no sé ni por qué, pero la nombró “Oaxaca” y eso que él era oriundo de Guanajuato, y mi mamá era quien la atendía, y a esa miscélanea acudían a comprar Las Güeras Salinas que según doña Juanita no eran tan bonitas, sino “lucidas”, es decir que se veían bien con las garras que se ponían, “pero guapas nada”, decía en tono que no admitía réplica.
Las Güeras y su mamá traían chácharas de Laredo, Texas, nada fino ni extravagante, sino sucedáneos de lo que estaba de moda en aquella época, pero como eran presumidillas, decía mi amá, declaraban a los cuatro vientos que lo habían comprado en una tienda popofona, como decir ahora: Joe Brand o algo similar, y se lo habían encontrado en las pacas de a peseta de El Cañonazo”, así que por ese rumbo de las calles Mina, Canales, y las avenidas Monterrey, Colima, Yucatán, las conocían muy bien a todas porque no tenían cliente aborrecido, para ellas todas las personas eran prospectos a posible compradores de sus productos baratos.
Este comentario es como un borbotón de palabras apeñuscadas en mis recuerdos de lo que mi mamá me contaba de las gentes de su barrio y es como una canasta de frutas frescas confundidas entre los vocablos para decirle a don Juan Pérez Avila, decano del oficio y maestros de todos, que me enorgullece ser su paisano, que lo abrazo cariñosamente y que siempre he estado observando su trabajo editorial desde el discreto sitio de mi admiración. Dios lo Bendiga por su generosidad sin límites y por su indulgencia sin litorales para mi sencillo quehacer periodístico.
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