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sábado, 8 de noviembre de 2008

Don Paco Fe Alvarez

Con orgullo, pero sin vanidad, tengo que confesar ante Dios Todo Poderoso y ante ustedes queridos lectores, que desde que nací, he resultado favorecido por los retruécanos del destino, que me ha colocado en posiciones ventajosas para permanecer cercano a seres de los cuáles he aprendido lecciones; de algunos solamente al observarlos, y otros, al platicar con ellos, de muy pocos, por el ejemplo que me otorgan, como Don Paco, un espíritu infinitamente superior a todos cuantos he conocido durante la apacible historia de mi vida, y de Él no puedo hablar como si hubiera dejado de existir en los evangelios del viento, como si la luz votiva de su serena inteligencia se pudiera apagar con un simple fruncir de labios o con el sistemático parpadeo de las estrellas. Los héroes cuando se van de la vida; se ausentan pero no se evaporan.
A Don Paco no lo movía ninguna ambición malsana, para él, no existía mayor credo que el del trabajo diario, era respetuoso sin parecer lejano, tenía en su trato cotidiano, un dejo de humildad que era percibido con cariñosa ternura por quienes lo rodeaban. Sabía mandar porque primero aprendió a obedecer. En su voz tenía ecos de España y su discurrir por la vida se podía leer en su rostro. Sobresalía su gesto digno de Sacerdote supremo y en sus ojos extenuados se vislumbraba el porvenir.
De pronto, a la hora del tránsito de las noticias, del tráfago de las almas entintadas, se ensimismaba en reflexión profunda, uno encima del otro, un Don Paco sobrepuesto en su Alter Ego que era Él mismo; el hombre y el pensador, el escribidor y el humanista, ninguno hubiera podido sobrevivir sin el otro. No era dueño ni de su futuro, pero absoluto soberano de sus palabras.
Con la muerte de don Paco no se cierra un ciclo ni se abre otra dimensión, simplemente se le ha dado la vuelta a la página, como un libro de amplios horizontes.
Hoy me despertó un olor penetrante y oscuro, un espasmo espeso en su atmósfera de picor amargo, me trasladó, como a Proust, cuando probó la Madalena, a otros tiempos, en que Don Paco, me decía: “el café se bebe sin azúcar, Fernando” yo sonreía, mientras socarrón, le añadía dos cucharadas, y en ese mismo salón, su amorosa esposa, observaba la escena con admiración rotunda a su fiel compañero.
Ahora entiendo al autor de: “En Busca del Tiempo Perdido” cuando dice que uno se puede enlazar a las personas en cualquier circunstancia y volver a vivir los momento pasados, al menos en el recuerdo, con un simple aroma, entre el sonido del aire, con la quietud de la luna o en el fragoroso repetumbe de las fecundas palabras que DON Francisco Fé Alvarez (+) en un ejercicio puro de la inteligencia, usaba para enhebrar ideas, algunas veces duras, y otras, como en este poema, entrecruzando líneas horizontales y verticales de crucigramas móviles en perpetua interrogación.
¿Qué fuimos? ¿Qué hemos ido? ¿Dónde están aquellos placeres qué tanto ansiamos en vida? ¿Dónde aquel resplandor surgido de la carne, de los ojos y de nuestras bellas manos? ¿Qué fue de nuestra voz, de aquella boca dulce y pegajosa, hecha para modular suaves palabras y tiránicas imágenes de amor? ¿En qué quedaron transformados nuestros muslos, tiernos como arena, fuertes como acero bien templado?
Y escondidos en ellos, ¿dónde están nuestros deseos, ese anhelo constante de pletórico goce, esa ilusión fugaz y repetida? Mi carne, nuestro cuerpo, erguido y bello, armónico y suelto en las ondas del viento, ¿dónde se tiende ahora, sin romper el espacio ni figurar la forma? La risa, la mirada, el toque de los dedos, el rubor y el suspiro, el juego de los labios, ¿cómo se han ido yendo sin encontrar un eco, un hueco tibio y muelle que los mantenga puros?
Ese momento ido brumoso, que está oculto en los pliegues de la vida, ¿cómo pasó tan raudo, en qué recuerdo se quedó prendido? ¡Oh Dios!, pero, ¿qué hemos sido? ( Febrero de 1970).

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