Mamá no era católica de biblia sobaqueada, mucho menos de misa todos los domingos -y eso que estudió en colegio de Monjas- pero era tal su devocionado amor filial que nunca faltó ningún dos de noviembre para llevarle flores a sus difuntos sagrados, es decir, a sus padres, Don Francisco Alonso Valdivia y Doña Elena Castañeda Guevara de Alonso, personajes que no conocimos ninguno de sus nietos, pero de ambos, sabemos todo, porque sus orgullosos hijos, entre ellos, la sacrosanta autora de mis días y mi añorado tío Manuel, nos contaban fantásticas historias llevando como protagonistas a tan extraordinarios antepasados consanguíneos.
Para cumplir con la tradición de amor, me apersoné en el Panteón Municipal Antiguo acompañado por mi cuñado Elías y su esposa Ana Lilia; todo sigue igualito que antes, los ríos de gente, los vendedores encimosos, los niños anunciando: “le limpió su tumba” o “le acarreo agua” y un amasijo de olores en el aire, de fritangas, de flores, de ceras derretidas.
Apenas estaba rezando el primer Ave María del rosario cuando de pronto, de entre las tumbas, como si fuera una escena de la película “Los Tres García”, brotó “El Querreque” y pensé para mis adentros, a lo mejor van a transmitir desde aquí el programa del Pablo Cuchi Cuchi, pero la sola idea se me hizo entre lúgubre y charra, así que decidí darme una vuelta para averiguar de donde salía tanta algarabía y cual fue mi sorpresa que estaban unas “meksican señoritas” pintarrajeadas como si hubieran tomado un curso de maquillaje en la fábrica de cerámica de talavera en Puebla, también andaban unos muchachos cuerudos, muy erguidos y vestidos como para la fiesta de fin de cursos de una escuela primaria de la periferia, entonces, entendí que la música vernácula era el acompañamiento para los bailables típicos de un grupo de danza local.
No quiero ser grosero, bueno, si quiero, pero no puedo, porque luego van a decir que no soy hijo de mi amá sino de otra señora y francamente no tiene caso exponerme al vituperio público o al escarnio del gremio, pero bien decía mi sabia tía Margarita, que los buenos para nada no sirven ni para avisar quien viene, pero a la hora de que uno dice algo de los demás, siempre están ahí para luego correr a repetirlo y conste que yo no deseo hablar mal de nadie pero háganme ustedes el favor, queridos lectores, a quien jijos se le ocurre llevar un fandango completo a un panteón.
Es que estos de Cultura Municipal se pasan de veras, ya sé que al pueblo pan y circo, eso lo entiendo perfecto, además estoy de acuerdo con ellos, pero tampoco que ese jolgorio sea en un Campo Santo, y es que a veces la ignorancia es muy atrevida, porque como no distinguen la diferencia del paganismo del Día de Muertos a la celebración católica de los Fieles Difuntos y que un sitio de reposo eterno, esa paz debe ser a perpetuidad y no andar en estos sainetes, sólo porque a unos incultos herejes se les ocurre que pueden hacerlo sin que nadie los reconvenga por cometer tal desacato a las leyes de Dios, de los Hombres y de Héctor Gaucín el encargado de que los muertos no se salgan y de que los visitantes no se quieran pasar de vivos burlándose de los difuntitos, que dicho sea de paso, en ese antiguo cementerio, han rendido tributo a la madre tierra, prohombres, próceres y virtuosos que le han dado fulgor a nuestro estado tamaulipeco y que merecen seguir en la sobrenatural quietud de los desiertos.
Antes de finalizar la presente columna quiero hacer acuse recibo de un comentario que dignifica mi vocación de escribidor de las ajenas vidas, Don Juan Pérez Ávila dice de este sencillo pergueñador de líneas en su editorial del sábado primero de Noviembre: “ejecutando con eficacia el oficio secular del guillotinador de reputadas celebridades” que el decano de los periodistas de Tamaulipas y uno de los hombres más inteligentes de la región que dormita a la margen del río, lo exprese en su Plus Ultra me llena de legítimo orgullo y gran alegría. Ya dije.
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