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sábado, 8 de noviembre de 2008

Inundación

Aquí nunca llueve, pero cuando llueve, se inunda, y no crean que esta frase tan categórica es el producto final de la sesuda reflexión de algún pensador griego, mucho menos una perogrullada del famoso Filósofo de Güemez, sino de mi abuelita Elena quien sobrevivió a dos grandes inundaciones en el pueblo: la primera en 1932 y la segunda en 1954.
La historia oral, que no es otra cosa que aprender a escuchar a la gente que ha vivido determinadas circunstancias en una isla del tiempo, es el mejor cronista de los acontecimientos, y no es que dude de la capacidad de los dedicados a dichos menesteres, pero los encargados de escribir nuestra historia, a veces, sólo a veces, son parciales, lo digo, porque aunque no consta en actas ni en libros oficiales, dicen que la inundación de 1954 se pudo haber evitado, porque ya se sabía que el agua venía arrasando todo a su paso y se trajo entre las patas a Piedras Negras, Ciudad Mier y ranchos circunvecinos con unas crestas de agua que en su punto más destructivo, alcanzaron una altura de casi 18 metros, pero ya se sabe como son algunos políticos que en lugar de poner a la gente capacitada en los puestos claves, colocan a sus amigos para pagar favores personales como si el erario público fuera su caja chica, y esos vicios nepóticos, son más viejos que la roña, díganme ustedes si no, queridos lectores, resulta que un tal ingeniero Eduardo Chávez, Secretario de Recursos Hidráulicos, un día antes de la tragedia, declaró a los medios de comunicación y está registrado en los prontuarios, por lo menos en los del periódico El Diario: “esperemos que el agua no llegue a Nuevo Laredo”, y eso lo dijo unas horas antes, como si no fuera un simple mortal de vida efímera sexenal, sino Moisés ante el mar Rojo, y claro que el agua llegó como estampida, en marejadas espesas de lodo, pero bien dice Schiller que contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano, ya que bien pudieron tirar el puente un día antes, si no se necesitaba ser muy experto ni amigo del presidente en turno para determinar que, con toda seguridad, el torrente de agua, traía arrastrando casas completas, árboles, animales y todo lo que se encontraba a su paso como esas bolas gimientes que se levantan en nuestras tierras desérticas que se agigantan conforme las mueve el viento, y claro que todo eso vino a toparse con el puente y ahí formó una barrera de contención, casi una muralla infranqueable, entonces, el agua salió de cauce e inundó todo el primer cuadro de la ciudad, casi 184 manzanas alrededor, para ese momento, el presidente municipal Zaragoza Cuéllar García ordenó que se dinamitara la estructura de arcos, ¡háganme ustedes el refabrón cabor! ya cuando la épica ola tenía una altura de casi 16 metros, eso fue poco antes del mediodía, y los amigos del alcalde se fueron en friega allá por la calle cinco de junio y llegaron a la garita, pero bien dicen que en manos de los indejos ni la pólvora arde, pues toda la runfla de peladaje, regresó con la novedad de que los cartuchos se les habían mojado, yo los hubiera mandado fusilar y luego los refundo en la cárcel, o al revés, es igual, pero como lo que urgía era remediar la idiotez antes de que se perdieran más vidas, evacuaron a las personas de la zona conflictiva, y como siempre, los codiciosos banqueros, fueron los únicos que salvaron sus valores en metales y en documentos, porque los ingenuos comerciantes del centro y del viejo mercado, perdieron hasta los calzones que vendían por docenas, eso les ocurrió por haber creído en las palabras de las autoridades que monitorearon la creciente del rió Bravo y daban boletines radiales para mantener informada y tranquila a la gente.
Claro que esa es historia antigua en Laredo y estoy seguro de que no volvería a ocurrir una catástrofe de esas dimensiones, mucho menos porque la tropicosa tormenta, gracias al Dios de Israel, ya se dirigió hacia otras tierras. Y… Dolly, ojos que te vieron ir…

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