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jueves, 14 de enero de 2010

Haití

Dicen que, horrorizada, la gente gritaba que era el fin del mundo, y es que en un bostezo, como si el maligno hubiera abierto las fauces para tragarse de una dentellada el paisaje urbano con todos los protagonistas de la vida cotidiana en Haití, la tierra se hundió en un cráter profundo, luego de que un terrible terremoto sacudió la isla caribeña, que según datos de organizaciones globales, es la nación más pobre de toda la América latina, así que lo poco que tenían, se les fue en un pozo sin fondo.
Las imágenes que he visto en CNN en español son estremecedoras, duele ver el dolor ajeno, de saber que los haitianos están rogando por ayuda, de que se sienten abandonados por la mano de Dios, pero si Jesús, poco antes de morir en la cruz, le dijo al padre: “Señor, Señor ¿por qué me has abandonado?”, es natural que ante semejante tragedia, de momento, hayan perdido su astrolabio espiritual, y sin agarraderas de donde asirse para no sucumbir ante la desolación de la nada, se han quedado mirando en un punto fijo hacia el horizonte para encontrar una respuesta que los conduzca a tierra firme, y es que su patria, lo que antes era sol radiante y palmeras contoneadas por la brisa cálida, se ha convertido en arenas movedizas de desesperanza.
Ante la magnitud del terremoto, uno no puede dejar de pensar en la implacable naturaleza y en lo pequeñitos y frágiles que somos, es en esos eventos, en los que la solidaridad humana se agranda ante la tragedia. Las heridas provocadas en la tierra que debe ser génesis y comienzo de la vida, ahora son tumba y regazo de los miles de muertos que ni siquiera alcanzaron a sentir cuando sus almas abandonaron sus cuerpos desmadejados, sin los hilos que los movían para levantarse a vivir danzando entre los tambores de sus ancestros africanos. Uno quisiera estar ahí para ayudarlos a encontrar una solución, pero el deseo es casi imposible en la lejanía incomprensible del tejido sutil del tiempo.
Haití duele y duele mucho. Ojalá que se paren todos los heridos para que vuelvan a levantarse desde sus escombros, será muy difícil, eso me queda muy claro, pero mientras el pálpito de esperanza estremezca sus pieles oscuras, tendrán la oportunidad de sacudirse la pena y sin rencores hacia el Dios que los abandonó en un instante, reconstruir los cimientos de una vida que debe ser más difícil, si lo poco que tenían ya no existe, si sus pobrezas se escurrieron en el parpadeo de la tierra.
No me puedo imaginar lo que se debe sentir ante algo así, que de repente, como en un capítulo del apocalipsis, tierra, cielo y mar se hayan puesto de acuerdo para tragarse de un solo bocado todo ser viviente de la pobre pero alegre isla, que en el mapa del planeta, debe ser como un círculo luminoso de sol, de mares refulgentes, de colores brillantes, de espumas de champaña de oro con ribetes azules de litorales que serpentean su esbelto cuerpo de sinuosas caderas y turgentes pechos
No sé si les he platicado, queridos lectores, que tengo raíces haitianas, mi tatarabuela Bernabé, la mamá de mi bisabuela Panchita, mamá de mi abuelo Pancho Alonso, era una preciosa negra de cadencioso caminar, esa haitiana tenía manos de sabrosura y de su dulzura matriarcal, las mujeres de mis antepasados, aprendieron las artes mágicas de una buena bruja blanca, de una hechicera misteriosa, de una curandera sabia, a la que sin conocer, conocí a través de los relatos de mi madre, por eso, ahora que me he enterado de estos acontecimientos en Haiti, una tierra que llevo metida en mis venas, me duele que la vida se ensañe con seres tan desvalidos, que sean ellos, los que nacieron en tan alegre cuna caribeña y ahora sea, esa misma tierra, el sepulcro de sus cuerpos y la mortaja eterna de sus sueños. Oremos.

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