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sábado, 19 de septiembre de 2009

Alma Valiente


Nunca les he contado, queridos lectores, que en una de esas noches llenas de asombro, se me presentó la imagen viva de la muerte, y como es natural, me rebelé ante el arrebato lírico de la nada, a menos que la ausencia física de un ser amado se pueda explicar usando silogismos ambiguos con espirales de eternidad.
El médico calvinista ya nos había dado el veredicto supremo: “le quedan tres meses de vida; su organismo está invadido por el cáncer”, y ante semejante revelación, nadie, ni el más valiente, se puede quedar impávido, naturalmente que el especialista disertó una amplia explicación con términos científicos que sólo él entendió, lo único que a mí me quedó claro, era que Alma se iba a morir.
Fue entonces que tomé la decisión, nadie impediría que mi hermana tuviera el mismo derecho a la muerte, que el privilegio que tuvo de vivir, y desde ese instante, me erigí en vigía desde la atalaya de mi amor por ella, le prodigué tiernos cuidados, no me separé ni un segundo de la cabecera de su cama, excepto cuando tenía que poner a resguardo su pudor.
Los mercaderes de la medicina han convencido a los familiares de que la vida debe prolongarse aunque ya no tenga raíz. Yo siempre he sabido que los seres humanos tenemos una dosis exacta con fecha de caducidad, pero los médicos se oponen a que la muerte triunfe sobre la vida, de motu proprio se constituyen en pequeños dioses, y por patéticos, lo único que logran es alargar las espantables horas de agonía.
A su lado, recibí la más grande lección en los días que llevo incrustado en esta proyección terrenal. Yo lo diría, si nunca he sabido mentir, y menos en estas instancias, nunca profirió una queja, soportaba con resignada paciencia cada intromisión a su cuerpo vereda, si acaso abría los labios, era para sonreír, porque al recibir el noble título de cuidador de Alma, me propuse, con ese humor negro que he ejercido hasta para burlarme de mí persona, hacerle llevadera su vida hasta que Dios dispusiera llevarla ante su presencia, y ocurre que en los impalpables tejidos de la admiración, en la inconsútil textura del cariño y los filtros de la luz del amor, uno da en pensar que nuestros sentimientos son un tapete mágico que extradita a los que amamos de la red incomprensible de la muerte.
Cada día de invierno, el gris de la pena tapaba los rayos de la esperanza para la prolongación de su vida, y en esos estertores, ungía con destreza, como si fuera un alquimista espiritual, polvos de oro de alegría para aliñar su rostro y se lograba el prodigio, ella reía cuando en pleno febrero le decía: “hermanita como te queda poco tiempo, hoy vamos a celebrar el día de la madre” y con la sonrisa cansada por el agobio de saber que se estaba muriendo, me abrazaba con la mirada, porque ya no podía sostener sus manos en la pantanosa gravedad de la atmósfera.
Celebramos juntos todas las hipotéticas fiestas: ella; estoica y tenaz, yo; apabullado por su inquebrantable fe. Ya casi no podía comer y aún así, la nube argentada de su sonrisa, que de cuando en cuando se trocaba en mueca y anhelo, calentaba mi alma como el evangelio de su nombre. Una mañana, por fin, se despidió de nosotros, de uno por uno, en un inexplicable milagro salió del profundo coma de tres días y, como Lázaro, se incorporó para decirnos al oído sus últimas confidencias: “me voy con mamá, que ya me está esperando” y en ese arrebato lleno de iridiscencias espirituales, de luces eternas, nos dijo adiós, dejando tras de sí, la estela fulgurante de una mujer que supo morir como había vivido, con la cara alta, mirando al cielo, otorgándonos, por último, el deslumbrante legado de su valerosa dignidad.
Hoy me acordé de mi hermana Alma, porque me he enterado con profunda tristeza de la muerte de Don Rodolfo Lozano Rendón, padre de la señora Rosalinda Lozano de Suárez y la Lic. Dorina Lozano Coronado y quise compartir con ellas, el inefable relato que aún me conmueve, pero no quiero dictar una elegía para un hombre bondadoso que en el compendio de su cotidiano vivir ha dejado una herencia invaluable por su ejemplo, por lo que debe ser considerada como su última voluntad, que sus amados seres sigan tan unidos como él los crió y que si un día, por avatares del destino, les entristece la idea de que no lo volverán a ver, que puedan recordar sus ojos buenos, su sonrisa amable y el pentagrama de su voz, porque yo estoy convencido de que cada persona que hemos querido tanto, que nos ha querido más allá del límite de sus fuerzas, al partir, se lleva un trozo de nosotros y nos deja todo su ser dentro, ya no se va nunca, vive en nuestros pensamientos y en nuestros sueños.
Mauricio González de la Garza, en una portentosa décima, lo explica mejor que yo: No vivo para morir, Vivo la vida sabiendo, Que todo se va muriendo, En la ruta del vivir, Más si he de sobrevivir, Dos minutos o dos años, No serán los desengaños, Los que triunfen sobre mí, haré la vida así, El triunfo sobre los daños.
A sus hijas, hermanos, nietos, sobrinos, amigos y demás familiares, desde el fondo de mi corazón, les envío un abrazo arropado con mi cariño y mi inalterable admiración. Descanse en paz Don Rodolfo. ¡Misión Cumplida!

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