Queridos lectores: la siguiente carta se la envié a la
actriz Susana Alexander hace muchos años, y para que vean cuanto aprecio su esfuerzo
de asomarse a esta sencilla columna, les daré la primicia de que en 2012
editaré un librito con las cartas de consuelo que he confeccionado a lo largo
de varios lustros, y es que, yo, en lugar de enviar flores a los difuntos
sagrados de mis amigos, suelo redactar pésames adecuados para los dolientes,
por supuesto que haré que un buen corrector de estilo les otorgue una pátina literaria,
entretanto, a la espera de que les guste mi idea, les adelanto una probadita de
lo que contendrá ese libro, que seguramente será un best-seller en las colonias
del poniente del globero pueblo. Ya dije.
Le parecerá extraño que un hombre desconocido le escriba
estas líneas, pero por más extravagante que le parezca, quiero decirle, que aún
a la distancia y siendo tan ajenos uno del otro, a pesar de que nada nos une;
yo le tengo un gran afecto, pero no crea que por ser la actriz magnífica que
es, aunque por esa sola razón pueda admirarla como lo merece por su calidad
artística, sino por lo qué no dice a través de esa ebullición de palabras que
parecen brotarle como si le quemaran la lengua.
Permítame explicarle este enredo, quiero decir, que sus
palabras, esas, que tan fácilmente le nacen como pájaros en desbandada, nada me
dicen de la Susana mujer, de esa en la que puedo adivinar en sus ojos: un
caudal de ternura, de miedos, de soledad, de ganas de no vivir inmersa en la
angustia de la cínica muerte.
Nunca me hubiera atrevido a molestarla con esta carta, si no
me hubiese enterado de la muerte de su mamá. Créame, además no tengo porque
mentirle, me duele su dolor; es una atenazante molestia que me provoca una
especie de jaqueca espiritual.
Tengo una amiga extraordinaria, se llama Lya Engel, es una
polaca maravillosa, y a través de ella, he aprendido a querer a todos los
judíos del mundo, aunque a lo mejor ella ya ni me recuerda, y al pensar en
usted Susana querida, recuerdo a mi Lya, a esa Lya, que nadie podrá borrar de
mis recuerdos. Si toda la gente fuese como Lya se portó conmigo, este mundo, le
aseguro, sería distinto.
Por eso, al pensar en la muerte de su mamá, pienso también
en la muerte de Lya y de mi mamá, y me
duele por anticipado, es como una premonición luctuosa, es saborear el aire
lleno de presagios grises, de dolores de muerte, de revuelo de ángeles
siderales que me persiguen.
Yo, como todos los hombres, tengo varias madres. Mis amigas dejan
de serlo, para transformarse en madres amorosas que me aguardan de cualquier
peligro. Yo creo, que por eso quiero tanto a Lya, y por eso me duele tanto la
muerte de su mamá.
Susana, en verdad percibo su tragedia interior, su soledad también
es mía, porque cuando un hijo pierde a su madre, también los otros hombres
pierden un poco de la suya, presiento que usted de pronto se sintió sola,
abandonada, despojaba, arrebatada, de su pertenencias, se habrá sentido como si
le hubieran robado parte de su cuerpo metafísico, de su alma europea de siglos,
de esa esencia que nadie le podrá quitar, ni el tiempo con su polvo de olvido.
Esta carta, quizás nunca la llegue a leer. Los artistas en
su trabajo nos pertenecen a todos los que admiramos su esfuerzo de recrear
personajes, pero son tan ajenos a nosotros, al público que los observamos en
esa cajita de cristal en que se convierte el escenario, y vivimos, y sufrimos
sus vicisitudes, su calvario personal, pero están en ese mundo que no nos
pertenece, que nunca será nuestro mundo.
Gracias Susana por formar parte de mi vida, por ser una
hija-madre judía, por querer tanto a su madre, como todos queremos la propia.
Gracias porque en su mirada he reencontrado a Lya, y créame,
que desde la distancia, en el exilio de su persona, de su vida, de su muerte,
la admiro profundamente, le envío mi cariño arropado en un abrazo.
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