Mauricio, murió hace 16 años, y todavía lo extraño como el primer día, tal
vez ustedes no puedan imaginarse su dimensión humana, conmigo, siempre fue muy
cariñoso, me trataba con finuras y atenciones exageradas, todavía no me puedo
explicar que siendo el personaje que era, se desviviera por hacerme feliz, cuando
estaba en Nuevo Laredo, me la pasaba con él tantas horas como las que tenía el
día, una tarde, vino por mí, el chofer de la generosa casa en donde se
hospedaba cuando estaba de visita en Nuevo Laredo, me dijo: “don Mauricio
quiere verte y la señora me pidió que viniera por ti”, me habían arrancado del
sueño, supuse, por lo extravagante de la situación, que algo grave le había
ocurrido, así que, sin quitarme la piyama, me trepé al carro, ahí estaba el Dr.
Wenceslao Lozano Rendón, que lo había atendido, y fue él, quien avisó al nervioso
grupo que quería verme solamente a mí, así que pasé al cuarto en donde estaba
postrado, y lo vi tan pálido, que me asusté mucho, me dijo, con trémula voz: “No
quería morirme sin despedirme de ti”, y fui el único que no era de la familia,
presente en su entierro, pero lo raro es que nunca me tomé una foto con él, así
que no tengo más testimonio que mis propios recuerdos, Didi Durán de Peña,
durante una cena con la presencia de Mauricio, en la espléndida residencia de
mi distinguida amiga la profesora Elva García Aguirre de Canales, ese día, la
excepcional pintora me hizo manita de puerco para que le tomara muchas fotos
con su cámara, pero nunca me regaló ni una de ese bonche, ahora que lo traigo a
colación a esta columna, me ha hecho tan feliz, el solo hecho de revivir las
imágenes de tantas ocasiones en las que nos vimos, fueron miles de horas a su
lado, el trato preferencial de Mauricio, sus permanentes honras a mi persona,
el celo con el que me cuidaba hasta de mi mismo, su ternura para mirarme, los
poemas dedicados a mi sonrisa, sus alegres ejecuciones al piano, las palomitas
que me convidaba, los regalos inesperados, doy gracias a la vida, por su vida,
por haberme permitido conocer a este deslumbrante titán, al que le debo mi evolución
como un ser humano integral, soy, en tanto, por tanto, un hombre
inmerecidamente afortunado y eternamente agradecido con Dios, por el amor que
me prodigó, como el de un padre a un hijo, extraño sus larguísimas llamadas
telefónicas, ya que, desde donde estuviera me hablaba, igual de París que de
Madrid, San Diego o Acapulco, era un ritual cotidiano y nocturno, dos o tres
horas, nunca menos, y siempre era más tiempo, y más tiempo el que me dispensaba
para escuchar mis tonterías, su hermana Josefina González de la Garza, lo
describe de una manera magistral, en un texto que he rescatado de un blog que
me llegó de misteriosa manera, justo en el momento, en que tenía que enviar la
columna para este día en que lo he recordado.
“Wicho, mi hermano, recibió, entre otros muchos dones, el de
una inteligencia luminosa, una sensibilidad maravillosa, una generosidad
ilimitada y una simpatía arrolladora. Él supo incrementar estos dones naturales
con la sabiduría que acumuló con creces durante su vida, no sólo la sabiduría
de los libros sino la sabiduría en el difícil arte del vivir, la cual compartió
con sus seres queridos.
En lo que a mí respecta, tenía la capacidad de aminorar las
penas que yo compartía con él, de aligerar la carga de mis problemas, de lograr
que disfrutara doblemente de mis alegrías, pues lo eran igual para él. Su
existencia me infundía una confianza inquebrantable de que él estaba siempre
allí y que eso significaba la seguridad, la protección, la serenidad, el
aliento, la esperanza, la fortaleza y la certeza de que, de su vida, a través
del enorme cariño que me profesó, fluía vida para mí y de que era un celoso y
feroz guardián de mi felicidad.
Ha sido un premio inefable para mí tener a Wicho como
hermano y agradezco a la vida por este privilegio, ya que la esencia luminosa
de su ser, estará conmigo los días que Dios disponga que yo esté en este mundo”.
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