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domingo, 1 de julio de 2012

Mauricio


Mauricio, murió hace 16 años,  y todavía lo extraño como el primer día, tal vez ustedes no puedan imaginarse su dimensión humana, conmigo, siempre fue muy cariñoso, me trataba con finuras y atenciones exageradas, todavía no me puedo explicar que siendo el personaje que era, se desviviera por hacerme feliz, cuando estaba en Nuevo Laredo, me la pasaba con él tantas horas como las que tenía el día, una tarde, vino por mí, el chofer de la generosa casa en donde se hospedaba cuando estaba de visita en Nuevo Laredo, me dijo: “don Mauricio quiere verte y la señora me pidió que viniera por ti”, me habían arrancado del sueño, supuse, por lo extravagante de la situación, que algo grave le había ocurrido, así que, sin quitarme la piyama, me trepé al carro, ahí estaba el Dr. Wenceslao Lozano Rendón, que lo había atendido, y fue él, quien avisó al nervioso grupo que quería verme solamente a mí, así que pasé al cuarto en donde estaba postrado, y lo vi tan pálido, que me asusté mucho, me dijo, con trémula voz: “No quería morirme sin despedirme de ti”, y fui el único que no era de la familia, presente en su entierro, pero lo raro es que nunca me tomé una foto con él, así que no tengo más testimonio que mis propios recuerdos, Didi Durán de Peña, durante una cena con la presencia de Mauricio, en la espléndida residencia de mi distinguida amiga la profesora Elva García Aguirre de Canales, ese día, la excepcional pintora me hizo manita de puerco para que le tomara muchas fotos con su cámara, pero nunca me regaló ni una de ese bonche, ahora que lo traigo a colación a esta columna, me ha hecho tan feliz, el solo hecho de revivir las imágenes de tantas ocasiones en las que nos vimos, fueron miles de horas a su lado, el trato preferencial de Mauricio, sus permanentes honras a mi persona, el celo con el que me cuidaba hasta de mi mismo, su ternura para mirarme, los poemas dedicados a mi sonrisa, sus alegres ejecuciones al piano, las palomitas que me convidaba, los regalos inesperados, doy gracias a la vida, por su vida, por haberme permitido conocer a este deslumbrante titán, al que le debo mi evolución como un ser humano integral, soy, en tanto, por tanto, un hombre inmerecidamente afortunado y eternamente agradecido con Dios, por el amor que me prodigó, como el de un padre a un hijo, extraño sus larguísimas llamadas telefónicas, ya que, desde donde estuviera me hablaba, igual de París que de Madrid, San Diego o Acapulco, era un ritual cotidiano y nocturno, dos o tres horas, nunca menos, y siempre era más tiempo, y más tiempo el que me dispensaba para escuchar mis tonterías, su hermana Josefina González de la Garza, lo describe de una manera magistral, en un texto que he rescatado de un blog que me llegó de misteriosa manera, justo en el momento, en que tenía que enviar la columna para este día en que lo he recordado.
“Wicho, mi hermano, recibió, entre otros muchos dones, el de una inteligencia luminosa, una sensibilidad maravillosa, una generosidad ilimitada y una simpatía arrolladora. Él supo incrementar estos dones naturales con la sabiduría que acumuló con creces durante su vida, no sólo la sabiduría de los libros sino la sabiduría en el difícil arte del vivir, la cual compartió con sus seres queridos.
En lo que a mí respecta, tenía la capacidad de aminorar las penas que yo compartía con él, de aligerar la carga de mis problemas, de lograr que disfrutara doblemente de mis alegrías, pues lo eran igual para él. Su existencia me infundía una confianza inquebrantable de que él estaba siempre allí y que eso significaba la seguridad, la protección, la serenidad, el aliento, la esperanza, la fortaleza y la certeza de que, de su vida, a través del enorme cariño que me profesó, fluía vida para mí y de que era un celoso y feroz guardián de mi felicidad.
Ha sido un premio inefable para mí tener a Wicho como hermano y agradezco a la vida por este privilegio, ya que la esencia luminosa de su ser, estará conmigo los días que Dios disponga que yo esté en este mundo”.  

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